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Los sábados por la tarde mi barrio se convierte en un desierto no solo demográfico hasta el lunes por la mañana, cuando vuelven los niños con su alegría y los funcionarios con su tristeza. Pero, sin embargo, el sábado por la mañana, es otra cosa: el barrio es una explosión de vida y de sol, un sol que nace por detrás de la iglesia de San Andrés, que sube por el campanario y que más tarde irá a morir detrás de un río. Y que, en su tránsito, ilumina la calle Vega mientras los rayos van borrando los restos de la noche. Hasta que, por fin, se topan con el Mercado de El Campillo, que es una manzana sin piel y sin gusano y va cambiando ese rojo de edificio muerto por el carmesí vivo del ladrillo.
Y, bajo un cielo azul, llegan los camiones. Es un espectáculo y un milagro ver cómo, desde todos los puntos de España, la carne, el pescado y la fruta van a acabar en mi barrio, en estantes frescos y espartanos, sin una sola concesión al adorno, austeros como un metodista de Westfalia. Dentro de ese aparente caos de cámaras frigoríficas móviles, de furgonetas en doble fila y de batas que un día fueron blancas hay un estricto orden castrense. Todo el mundo sabe lo que tiene que hacer y lo hace. Es una coreografía, un ballet ruso, un ejército de hombres libres que conviven como si fueran un equipo, que aparcan, descargan, ordenan y montan puestos con ojeras superpuestas que ya encadenan desde hace tres años. Y los neones dejan esa luz fría, esa luz artificial que no proyecta sombra porque es una luz que cada día empieza de cero y no tiene memoria.
Y comienza el espectáculo. Surge el olor a mercado, que es una mezcla indescriptible de sangre, pescado fresco, encurtidos y lejía de ayer. Es un olor agradable que no se puede recrear de otro modo más que paseando por allí, es el olor de la vida real, de la cúspide de la cadena alimentaria, del gran depredador celebrando su día libre. Y llega gente de todas las partes. Desde cualquier punto de Valladolid la gente va a comprar a mi barrio. Llegan en bus, en coche y andando. Llegan por Panaderos, por Mantería y por Divina Pastora. Vienen de Covaresa, de Parquesol y hasta de algún pueblo -los oigo saludarse y citarse para el vermú-. Y los sábados parece el día de fiesta de una villa medieval cuando hay mercado. Y llegan mercaderes y, con ellos, el público. Y con el público, el ruido, los sonidos, los paseantes que pasean con las manos unidas por detrás de la espalda y las señoras que empujan los carritos por delante, nunca he sabido bien por qué. Y los hombres con listas de encargos concretísimos que, por supuesto, nunca logran la completa aprobación de quien se lo ha ordenado. «Te engañan, José María, te engañan». Y el kit para el cocido, el arsenal para la barbacoa cuando llega el buen tiempo, la paella para después de misa y la cola del pan.
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José F. Peláez
José F. Peláez
Algunos solo van a mirar. Como yo. Es maravilloso escuchar las conversaciones, aprender de las abuelas, integrarse en el teatro y ver cómo nadie se fía de nadie, aunque, en realidad, todos se fíen de todos. Y escuchar qué está de temporada y las recomendaciones culinarias y las ideas de última hora. Si vas con mi madre y te das una vuelta de dos minutos te puede hacer un resumen de varios tomos de la mirada de todos y cada uno de los congrios, de los precios, estadísticas, elasticidades de oferta-demanda, qué pescado está mejor, chollos, gangas y hasta ideas para comer un mes entero que jamás se te habrían ocurrido. Y luego los consejos de la cola del pescado. Como en Azul, que, por el precio de la lenguadina, te ofrece un show gratuito y un monólogo de 'El Club de la Comedia' que ya le gustaría a Leo Harlem. Y la fruta de Manolo, en Cerezo, que es el jefe. Y Óscar vendiendo aceitunas, escabeches y vino de Serrada en Anfe. Personalmente no hay nada en el mundo que me produzca tanta satisfacción como comprar allí latas de las buenas. Daría mi vida por una de esas latas gigantes de bonito, de caballa, de chicharro, por hacerme con un alijo de banderillas de todo tipo, de pimentón, de botes de piparras y demás maravillas del cielo. Y los embutidos y las salchichas prodigiosas de Granja Luisa. Y Conchi y Pedro en Jesús Alegre. Porque tan importante como tener un médico de cabecera es tener un carnicero de referencia. El mío es él y tiene un lechazo al que se le pueden cantar saetas. Antes de la pandemia iba todos los martes, pero un día cambiaron mis horarios y los de mi hija y me resulta muy complicado. Pero una cosa es eso y otra confundir las lealtades. Uno sabe quien es su madre, aunque viva en Wisconsin y también tiene muy claro quien es su carnicero, aunque lleve meses sin verle la cara. Pedro tiene aspecto de estoico, más paciencia que Job y media sonrisa eterna. Cuando hay colas dice que podemos reservar por teléfono, pero la gente no le hace ni caso. Yo creo que nos gusta hacer colas, no tiene otra explicación.
Y luego esas miradas de marcaje para que no se te cuele una señora con prisa. Son rápidas y sigilosas y cuando te quieres dar cuenta están pidiendo un pollo entero para guisar. Y ni te has enterado. Yo las miro como un central vasco a Vinicius Junior a la salida de un córner. Sé que me la va a liar, pero no sé cómo. Y lo logran, vaya si lo logran. Yo hace años que decidí hacerme el tonto y hacer meditación trascendental antes de comprar. Y limitarme a aprender de las mejores.
Y, a la salida, un pincho de tortilla en el Market, que es a la vez la lonja de Chicago, la bolsa de Madrid y el sindicato de obreros del metal. Y un café en La Oficina, que es el bar que con más respeto y cariño trata a la gente mayor y que algún día tendré que contar en pieza aparte. Seguramente haya mercados similares, como el de El Val, el de Las Delicias, y, en otros tiempos, las galerías López Gómez o de la Rondilla. Y todos están bien, seguro que están bien. Incluso en algún caso, bastante más bonitos y agradables, más siglo XXI, más 'instagrameables' y europeos, más Boquería de Barcelona o San Miguel de Madrid. Pero esto es otra cosa. Esto es el costumbrismo, son las escenas cotidianas, la tradición y la belleza oculta que late en las cosas de verdad, en la realidad sin artificios y en la vida que desprende autenticidad en cada movimiento. El mercado de mi barrio es un resumen de la vida real. Y un monumento a una España que se nos va. Y cuando eso pase, al menos que quede escrito para que jamás se escape El Campillo de la memoria de nuestra tierra.
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Equipo de Pantallas, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández, Mikel Labastida y Leticia Aróstegui
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