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Yo creo que deberíamos valorar la pena de muerte para los bares que ponen la tortilla de patata mal hecha. No hace falta que sea repugnante, catastrófica o repulsiva, yo metería en el saco a los que la hacen simplemente vulgar, mediocre, una cosa del montón. Solo contemplo la excelencia en este ámbito. Yo soy un tipo comprensivo y entiendo que se puede pinchar en la interpretación de la esferificación de algas, en aquel ambicioso aire de boletus o en la espuma de cabezas de carabineros. La alta cocina es cuestión de talento, de formación, de experiencia y, lamentablemente, no todos la tenemos. Por eso no podemos jugar en las grandes ligas.
Pero hacer una tortilla de patatas es otra cosa. Solo es cuestión de voluntad, de esfuerzo y de cariño. No se trata de sacar unas oposiciones a notarías, de levantar un puente sobre el Amazonas o, llegando al mayor estadio de la ambición, de excavar unos kilómetros de túnel para que circule el tren a su paso por esta Tierra Santa e insoterrable. Yo hablo de hacer una tortilla de patata, solo de eso. Hay mil tutoriales, una vasta bibliografía y además existe Youtube, donde puedes empaparte de todo el saber universal al respecto, con diferentes versiones, un ramillete de alternativas y curiosos trucos. Y, sobre todo, están las madres, las abuelas, los vecinos y una ingente tradición secular. Porque todo en la vida se puede aprender. Todo excepto el concepto de amor propio, de fuerza de voluntad y de sentido del ridículo. Con eso se nace. Para desesperación de los ricos, no es algo que se herede ni que se pueda comprar: se tiene o no se tiene. En el caso de que no lo tengas, poco se puede hacer. Si te da igual hacer la tortilla bien o mal es cuestión de tiempo que tu bar tenga que cerrar. Luego, por supuesto, la culpa será del Gobierno, del capitalismo, de la inflación, de Israel, de la Iglesia Católica o de la subida del salario mínimo. Es decir, de todo el mundo excepto de ti, el verdadero responsable de esa atrocidad, de esa abominación, de esa cosa sosa y triste como la comunión de un guiri. No, no es culpa de Putin, ni de Milei ni de Sánchez. El problema real es la desidia, la desgana y esa manera de despreciar tu oficio y tu vida, si es que ambas cosas no fueran en realidad la misma. Nunca he comprendido esa manía que tienen algunos de separar trabajo y vida, como si fueran aspectos incompatibles y no corolarios.
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Pero ese es otro tema. Si Youtube, los libros de recetas y la tradición oral no fueran suficiente, puedes dedicar una semana de tu vida a probar todas las tortillas de patata con las que compites en tu ciudad y apuntar lo que te gusta y no de cada una de ellas para integrarlo después en tu receta. Poniéndonos en el límite de la excelencia, puedes incluso viajar a otras ciudades y observar, preguntar e intentar aprender. Un benchmarking tortillil. O, ya tirando la casa por la ventana, hacerte un curso de tortilla de patatas, qué cosas. Porque te vas a dedicar a ello. Y, seguramente, de modo voluntario. Los ingredientes son los que son: patatas, huevos, aceite de oliva y eventualmente cebolla. No hay mucho más. Es un plato barato, de verdad. Sota, caballo y rey. Puedes hacer pruebas con varios tipos de patatas, de huevos y de aceite. Con más o menos cebolla, a mayor o menor temperatura, más o menos cuajada y con el huevo más o menos batido. Si yo me dedicara a ello haría trescientas pruebas cruzando todas las alternativas y se las daría a probar a todo el mundo que conozco hasta que diera con la que quiero, con mi tortilla, con ese plato legendario, mítico y bautismal del que sentirme orgulloso cada mañana. Y una vez lo tuviera claro, a repetirlo hasta que sea perfecta. Y luego a explicárselo al resto del equipo, si es que lo hubiera, para que el factor crítico de éxito no dependiera de mi si no de un método. Lo que no podría es servir tortilla todos los días de mi vida sabiendo que es mala, que está sosa, que la patata está cruda y que es mejor pedir otra cosa. No entiendo muy bien cómo se puede estar detrás de una barra sabiendo que tu tortilla no es muy buena y no hacer nada al respecto. Hay tres posibilidades: aprender a hacerla, dejar de hacerla o contratar a alguien que sepa hacerla. La opción que no existe de ninguna manera es la de seguir haciéndola mal cada día. Y si Dios no te ha llamado por el camino de la tortilla no pasa nada. Puedes hacer platos menores como la ensaladilla rusa, las croquetas o el gazpacho. Incluso poner platos de queso, que no hay que cocinar. Pero, por Dios, no ofrezcas más esa tortilla.
Porque lo peor de una tortilla mala no es lo que se ve sino lo que denota.
Y, en realidad, todo esto no va de tortillas. El asunto de fondo es tu lugar en el mundo, tu sentido de la dignidad y el respeto que demuestras hacia ti mismo y hacia los demás. Da igual hacer tortillas que escribir columnas o tirar penalties. Si tu trabajo depende del grado de implicación y no te sale a la primera, lo intentas cien veces. O mil. Y si no te sale en una hora pues echas dos o tres o diez. Y si no se duerme, no se duerme. Y si aun así el resultado no te gusta, pues lo dejas y a otra cosa. Lo que no se puede es vivir con esa abulia, ser consciente de que te dedicas a algo que solo es cuestión de esfuerzo, que todo el mundo es consciente, que tú lo haces mal y que te da igual.
Y ya no lo digo solo por los clientes sino porque hay niños mirando. A ellos me voy a dirigir. Niños, en los bares no existen las tortillas malas. Lo que existen son los cocineros vagos, perezosos o irresponsables. No es una cuestión de azar ni existen clases sociales en la preparación de una tortilla de patata. No hay diferencias de oportunidades, ni lucha de clases ni brechas de género. Sucede solamente que el mundo se divide en dos clases de personas: los que hacen mal la tortilla de patata y el resto. Aunque, en realidad, la división puede que sea otra: los que no tienen amor propio y los que sí. El precio de estar en el primer bando es el infierno de convivir con el fracaso. El precio de estar en el segundo es tener siempre mucho sueño. Elige con cuidado.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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