Tengo un sueño, que es ir, por una vez en la vida, en el vagón más cercano al lugar por el que se entra. Siempre me toca el vagón más lejano. Y no pasaría nada si no fuera porque, desde que están en obras, en Chamartín hay una vía en la que el vagón 8 queda ya muy cerca de la provincia de Burgos
Hace no tanto, ir a Madrid suponía dos horitas en coche, tres en un tren horrible que iba por Ávila como si formara parte del decorado de un Belén o dos y media en un bus que se cogía en la Estación de autobuses entre yonquis locales, y que te dejaba en Méndez Álvaro, entre yonquis madrileños, que eran igual, pero con cara de haber vivido fuerte La Movida. Todos los yonquis eran, en realidad, el mismo. Y todas las estaciones de autobuses eran también la misma, un microcosmos de gente chunga pidiendo un euro para ir a un pueblo rarísimo, personas con cara de estar huyendo de un pasado tortuoso en La Mancha y borrachos que empalmaban la juerga de ayer con la resaca de mañana, porque ya no les quedaba ni para una pensión en Atocha. En la estación ya no hay yonquis. En general, ya no hay yonquis en ninguna parte, lo que hay son drogadictos, que no es exactamente lo mismo. Un yonqui era un drogadicto con pinta de drogadicto. Es decir, un heroinómano. Ahora lo que hay son cocainómanos, a los no tienes por qué notarles nada y que, por eso mismo, se mueven con normalidad en las empresas, los medios de comunicación y el Congreso de los Diputados, con las pupilas negras y redondas como un vinilo de Los Calis.
Parece que ha pasado toda una vida de aquello, pero, en realidad, son solo quince años. En diciembre de 2007 se inauguraba la línea de alta velocidad entre Madrid y Valladolid y la vida de muchos cambió. En realidad, cambió la vida de toda la ciudad, aunque tengo la sensación de que no todos se han enterado de la infinita ventaja que supone estar a menos de una hora de Chamartín. Una hora en la que, además, vas trabajando cómodamente, leyendo la prensa, rematando artículos, enviando e-mails o, simplemente, durmiendo, como esta chica que tengo a mi lado en este momento, que escucha 'Shakira' a todo volumen con unos cascos rosas y que, pese a esa apariencia de princesita de Disney, ronca como un minero de Mieres. ¡Ah, qué maravilla es el AVE! ¡Qué indescriptible la sensación de un compañero de asiento incómodo! ¡Qué suave la tarde cuando viene en forma de señora pidiendo cita para una endoscopia! ¡Qué placidez la del que ve series en el móvil, pero sin cascos, que nos hemos comido spoilers del catálogo de Netflix completo! ¡Qué agradable olor de ese 'whopper junior' al amanecer! ¡Qué aterciopeladas las voces de esas cuatro amigas que despellejan a una quinta, que no pudo venir! ¡Qué interesante la conversación de ese amable empresario que me analiza en profundidad la circunstancia macroeconómica de Europa a las 6 y pico de la mañana!
Y luego está el que habla por teléfono en el espacio entre vagones, como si estuviera en el salón de su casa, contando secretos de estado muy alto, confesando delitos a la Agencia Tributaria a pecho descubierto o descubriendo los planes estratégicos de su multinacional a calzón quitado. ¿Y qué decir de esos conocidos políticos que cuentan sus planes pormenorizados delante de nuestras narices? Yo no sé si lo hacen para que les oigamos, pero, en cualquier caso, lo mejor que puedes hacer es levantarte en lo más emocionante y que te vean irte a la cafetería con el desdén del que estuviera escuchando a un contestador automático de la Seguridad Social. Me interesa mucho más Shakira que los planes electorales, qué le vamos a hacer. Por cierto, la cafetería del AVE es otro submundo donde lo mismo te encuentras a uno desayunando una ensalada de bacalao a las ocho de la mañana que a otro comiendo tres sándwiches de jamón, queso y rúcula con un Riberita, para almorzar, que si pusieran lechazo lo mismo también lo pedía. O quizá esa despedida de soltero con más latas de cerveza que en un concierto de Reincidentes. Que, si el viaje, en lugar de una hora, durara dos, a alguno le tendría que venir a buscar una UVI móvil para ingresarle en un coma inducido. He visto congas entre el coche 3 y el 4, no digo más.
Por cierto, tengo un sueño, que es ir, por una vez en la vida, en el vagón más cercano al lugar por el que se entra. Siempre me toca el vagón más lejano. Y no pasaría nada si no fuera porque, desde que están en obras, en Chamartín hay una vía en la que el vagón 8 queda ya muy cerca de la provincia de Burgos, que si te fijas bien hasta ves las agujas de la Catedral. Hace incluso más frío en el coche 8. Por la cercanía de la sierra, supongo. Si hubiera un servicio de taxi desde el vagón hasta la terminal, se forraban. Yo he visto a gente sacarse notarías en ese trayecto. Hay días que cumplo mi objetivo de pasos antes de llegar al final de ese pasillo. No digo más.
Y, por supuesto, tengo otro sueño, que es que me toque, aunque sea por una vez, en el sentido de la marcha, algo para mi desconocido a día de hoy. Tan desconocido que ya empiezo a ver raro lo de caminar de frente y me bajo en Campo Grande haciendo el 'moonwalker', para no perder la costumbre, no vaya a marearme. Aunque a veces me ve la gente y me da un poco de vergüenza. Porque, en el AVE, te encuentras con gente que no ves en Valladolid desde 1987. ¿Saben esa gente de la que se acuerdan de vez en cuando porque no han vuelto ver en su vida? Pues esa gente está toda en el AVE. De hecho, en el lobby de Chamartín hay más gente de Valladolid ahora mismo que en la calle Santiago a las doce de la mañana. Si un día, por lo que sea, no quieres saludar a nadie, tienes que ir disfrazado con una nariz de esas con gafas y bigote para evitar encuentros no deseados. Y precisamente por eso escribo hoy esto, porque el AVE es ya parte de la ciudad, una parte móvil e intermitente, pero que hay considerar como una gran avenida más.
Y más desde que salieron los bonos súper subvencionados y viajar a Madrid cuesta menos que el taxi a la estación. Se ve a muchísimos abuelos que van a visitar a los nietos cada mañana, como si vivieran uno en Puente Duero y el otro en La Overuela. Y, qué quieren que les diga, a mí se me dibuja una sonrisa enorme cuando escucho sus conversaciones previas, sus nervios, su ilusión por estar cerca de nuevo cerca los suyos, de aquellos que se fueron a buscar prados más verdes y ven ahora cómo la montaña va hacia Mahoma. Y al final del día, todos a Pucela, los abuelos, los empresarios, los estudiantes, los turistas y los trabajadores. A salir del tren y a dar la cara de nuevo a esa ciudad donde el aire es diferente, el frío te recibe hospitalario y puedes, por fin, escuchar las más bellas palabras que conozco en idioma castellano. Esas que dicen: «Próxima estación Valladolid-Campo Grande».
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