Es cierto que hay trabajadores de Fasa, los puedes ver cada día entrando y saliendo de la fábrica, pero no todos son estrictamente faseros. Porque, aunque pueda parecer lo mismo, trabajar en Fasa no te convierte en fasero
Están en peligro de extinción, como el lince ibérico o el urogallo. El fasero empieza a escasear en nuestras estampas y creo que merece protección municipal. Entre tanto 'influencer', 'instagrammer', 'youtuber' y 'pijaders' del 'estiler', se nos está yendo el currante de toda la vida, con cara de mala leche, los brazos como un estibador polaco y medio paquete de Trujas en el bolsillo de delante de la camisa. Es cierto que hay trabajadores de Fasa, los puedes ver cada día entrando y saliendo de la fábrica, pero no todos son estrictamente faseros. Porque, aunque pueda parecer lo mismo, trabajar en Fasa no te convierte en fasero. Por ejemplo, por más que lo intento, no soy capaz de ver a De los Mozos como fasero, qué quieren que les diga, no le veo con una camiseta de tirantes blanca y una cinta de Manolo Escobar pidiendo uno de esos bloques de cilindros que pesaban veinte kilos y que mi tío Ramón movía con un brazo sin robots ni leches. Tampoco es fasera prototípica cualquiera de esas ejecutivas rubias que tienen y que parecen recién sacadas de una serie de abogados americana, de las que te puedes imaginar tomando café en un vaso de cartón mientras caminan a toda prisa por Madison con la 67.
Nada de eso. Un fasero es otra cosa, algo puramente vallisoletano, como los pavos reales, el leísmo o el apellido Habsburgo. El fasero original es un señor que vino de su pueblo en los sesenta, que tuvo un R8, luego lo cambió por un R11 y finalmente se hizo con un Laguna blanco que, por cierto, aún aguanta. Se lo compraban directamente a la fábrica, claro, había que aprovechar el descuento. De hecho, en Valladolid todo el que tiene un Renault lo tiene porque se lo 'ha sacado' un hermano, un tío o un vecino fasero. Casi seguro que, además, esa persona era 'jefe de personal'. Porque esa es otra, la imposibilidad absoluta de saber quien era el Jefe de Personal en Fasa. Todo el mundo, a decir de su familia, era jefe. Y casi todos 'de Personal'. Debía haber miles de jefes, me imagino eso como el consejo de gobierno de una cofradía.
La cosa es que ya que tenían el coche lo usaban hasta para ir a por el pan, que había que lucirlo un poco, qué narices, no todo va a ser currar. Había algo bello e ingenuo en todo eso, en la España bonita que se nos ha ido por el sumidero de la polarización y que hacía que un tío de un pueblo de León o de Puente Genil acabara en Valladolid trabajando como un jabato, formando una familia y labrándose un futuro en una ciudad aún por construir. No tenían nada. Muchos aún hoy te dicen que, para ellos, acostumbrados a la dureza extrema del trabajo en el campo – se decía que el patrón de Fasa era San Isidro-, el trabajo en la cadena era un juego de niños, pan comido. La cosa es que vinieron a por un futuro y lo encontraron dentro de un mono verde. Y se asentaron en barrios como La Rondilla, Las Delicias o en el ensanche del Paseo de Zorrilla. Y, claro, para gente que nunca había tenido nada, para esa gente que parecía sacada de una novela de Delibes, verse de repente con un trabajo, un futuro, catorce pagas, una chupa de cuero, un traje para las bodas, un coche nuevo, un carnet de abonado al fondo sur del Pucela, una cuadrilla con la que hincharse a clarete los sábados y una familia a la que invitar a calamares a la romana los domingos después de misa, lo cambió todo.
Eran otros tiempos y el que quería, podía. Tan fácil como eso. Por eso, la mayor parte de ellos tenían pluriempleo, ya saben, de seis a dos en la fábrica y por la tarde echando horas en un taller. O como pintores, o como albañiles, o como lo que tocara. Y así pagaron la casa, claro. Y luego arreglaron la del pueblo. Eran tiempos en los que un fasero con tres hijos tenía acceso a una segunda vivienda, qué cosas, ahora ni un ingeniero industrial puede acceder a la primera. Al principio no querían volver al pueblo ni en pintura, estaban de su pueblo hasta las narices y querían justo lo contrario: la ciudad, los paseos, la libertad. Pero poco a poco empezaron a volver de vez en cuando. Y luego más. Y ahora, en esa casa del pueblo que abandonaron en su momento, pasan el tiempo como jubilados, con un perro ratonero, una bici vieja y el taller de pintura paisajística de los jueves. Porque esta generación lleva ya tiempo jubilada. Vivieron una España que progresaba y con su trabajo nos han dejado una ciudad mejor de la que se encontraron. Lo cambiaron todo, Valladolid antes de los faseros era muy distinta. Pero ellos lo mezclaron, los barrios se convirtieron en una fiesta de gente con trabajo y sueños que habían venido de lugares muy distintos pero que iban al mismo: al progreso, al sueño compartido y bonito, a una España en la que aún se pedían huevos a los vecinos y no se cruzaba en rojo si había un niño delante.
Aquí se unieron a los obreros que venían de la Renfe, de los talleres Miguel de Prado o de los talleres Gabilondo y que vivían por Santa Clara o por San Andrés. Y los bares hicieron de amalgama y la ciudad cambió. Y no solo por fuera, también por dentro. Porque quizá ellos, esos faseros con las manos como morcones, esos faseros que llevaban la bota de vino al trabajo, esos faseros que se hicieron de 'Grufare' para llevar a la familia a la piscina mientras ellos trabajaban como mulas, no eran de Valladolid. Pero sus hijos sí que lo son. Y lo son sus nietos. Y la ciudad es un poco andaluza, un poco leonesa, un poco zamorana y un poco palentina. Eso es Valladolid, esa es mi tierra, una pequeña torre de Babel abierta y acogedora que se muestra profundamente agradecida por todos los que la han levantado, por los faseros, esos hombres correctos, educados y serviciales. Hombres que callaban mucho y lloraban poco. Hombres protectores, hombres fiables, honestos, serios. Hombres hechos, hombres comprometidos, hombres respetuosos, hombres que, aunque tuvieran pocas certezas y algunas dudas, actuaban siempre con el sentido de la responsabilidad. Hombres poco aventureros. Hombres que no fallaban. Hombres buenos que querían que sus hijos estudiaran para no tener que trabajar en la cadena y poder tener una vida menos dura y más próspera que ellos sin saber que, en realidad, todos nosotros mataríamos por tener la mitad de su alegría, de su seriedad, de su fe en el futuro y del optimismo que tanta falta le hace a una ciudad que pide a gritos un sueño al que agarrarse.
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