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En Valladolid nieva, pero poco, y muy de vez en cuando. No recuerdo ninguna nevada que me llegara a la cintura y sólo una hasta ... las rodillas. Eso, en términos de nevar como en las montañas que nos rodean, es más bien poco. Algo lógico, teniendo en cuenta que vivimos a una altura que es respetable en el promedio continental -689 metros en la Plaza Mayor frente a los 300 de media europea- pero discreta en relación a las cordilleras. La altitud es un factor crítico para los frentes meteorológicos que traen la nieve a Castilla.
Cada vez nevará menos, además. Las proyecciones (que no predicciones) de cambio climático dicen que de vez en cuando nos caerá alguna nevada gorda, pero será anecdótica; uno de esos latigazos que sabemos que conlleva un clima con fenómenos extremos crecientes. La tendencia general va por otro sitio.
La nieve siempre ha sido muy querida por los agricultores. Es agua caída del cielo, pero de forma suave, sin afectar tanto a las hojas de los cultivos como la lluvia fuerte y no digamos que el granizo. El manto de nieve es benéfico salvo que se acumule en espesores de esos que dejó la borrasca Filomena, que eso sí que troncha ramas y es un problema. Pero aquello fue una excepción, un evento de efeméride. Lo normal en el valle y en el páramo siempre han sido espesores de unos pocos centímetros. Cuando esa capa se derrite (en Castilla se dice: «cuando se amorosa»), el agua va permeando lentamente, en la tierra sin escurrir, sin llevarse los nutrientes y la materia orgánica. La nieve, por otro lado, evita las heladas sobre los cultivos, sirviendo de manta a unas hojas que se podrían congelar fácilmente sin este auxilio. La sabiduría popular de «año de nieves, año de bienes», está plenamente justificada.
Se dice a veces que no hay dos copos de nieve iguales, y es casi cierto, porque alguna vez se han encontrado dos, pequeños, con la misma estructura. La manera en que se van formando en las nubes hace complicado que se repita un patrón, porque las moléculas de agua se mueven al azar, y más allá de que su estructura molecular y la fuerza electromágnética obliguen a que los copos sean hexagonales, las combinaciones posibles son lo suficientemente astrónomicas como para que sea difícil toparse con dos copos idénticos. Igual de difícil que encontrar dos caras iguales, quitando a los gemelos, que esos sí nacieron con exactamente el mismo patrón genético.
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A veces se lee que hay lenguas, como la japonesa o esquimal que cuentan con un montón de palabras para la nieve, mientras que nosotros sólo tenemos unas pocas. En realidad, en castellano hay una cantidad notable, sólo que no las usamos. Hay una palabra para copo de nieve que casi nadie usa: falampo. También están falepa, falispa, farrapera, faliscosa o farrapo para referirse a diferentes formas de nevar. Cada palabra tiene sus matices: la falispa es nieve muy fina en ráfagas, mientras que la farrapera es nieve que es casi agua, y faliscosa la nieve que no se pega. Otra palabra en el ámbito de los copos de nieve es povisa, que se refiere a una nieve tan fina como la ceniza.
Hay un caso especial. Se trata de la nieve blanda o con mucha agua. Resulta que hay un término inglés, muy usado por los que nos dedicamos al estudio de la atmósfera, que es «graupel». Se suele decir que no tiene traducción al español, sin saber que tenemos aguachona. A lo contrario, la nieve seca, muy fina, en polvo, se le llama espelde. Y si es superfina, meros cristales de hielo, se le llama aspesura. Tenemos tantas palabras como los japoneses, sólo que no las conocemos.
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