José Luis Lera, en la plaza de toros de Valladolid. Henar Sastre

En la muerte de José Luis Lera

«Sabía de toros porque sabía mucho de todo lo demás, lo cual demuestra el rico acervo cultural que atesoraba»

Fernando Fernández Román

Expresentador de Tendido Cero de RTVE

Domingo, 14 de enero 2024, 13:01

Ayer, casi recién anocheciendo en Valladolid, se nos ha muerto Lera. Llevaba un tiempo malito, con su cadera rota operada de urgencia y con ese cantón de alifafes que se van consolidando con los años en derredor del cuerpo de los humanos, lo cual ... no obsta para que los que le éramos más cercanos (fueraparte de la familia) no barruntáramos un desenlace así de abrupto y de implacable. Quien más, quien menos, confiábamos en que saliera de 'ésta' con su donaire habitual, como salen los buenos toreros de la cara de un toro mansurrón cuando rematan una serie de pases naturales con el de pecho; pero los toros mansurrones suelen tener ese 'peligro sordo' que se abroquela entre zunas y gañafones, y, ¡zas!, se ha llevado por delante a este Lera entallado y talludo, elegante en andares y procederes, maestro de humanidades, de las letras en general y de las letras taurinas en particular. La muerte no tiene horas, ni días, ni años. Tiene algo inconsútil y terrible: su momento. Llega sin avisar, porque es maestra universal de la sorpresa ingrata, de la mala nueva.

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Ha muerto, pues, José Luis Lera Valles. Los obituarios dirán que era el decano de los críticos taurinos de Valladolid, que aquí nació y de aquí se fue con su familia hasta el lejano Chile, cuando era mocito, para regresar cuando ya era un hombre hecho y derecho y sabía de toros más que la 'paloma azul', que es comparanza de la jerga entre aficionados taurinos, aunque nadie sabe de los antecedentes taurómacos de tal bicharraco ni el porqué de su identidad ornitológica.

Lera sabía de toros porque sabía mucho de todo lo demás, lo cual demuestra el rico acervo cultural que atesoraba. Sabía de teatro, tema éste en el que éramos peces desorientados los habituales tertulianos que nos citábamos en el bar Corinto de la calle María de Molina, en aquellas mañanas de los felices años 70, prolongados no menos de tres decenios, que ya es prolongar. Allí nos reuníamos el presidente de la plaza de toros del paseo de Zorrilla, Luis Gómez Rico, comisario de policía, el vinatero o bodeguero Pablo Barrigón, el constructor Paco Capellán, que no faltó nunca a la cita, ni renunció a visitar la Maestranza de Sevilla en la Feria de Abril, a pesar de que una cruel enfermedad iba desbastando su recia naturaleza, y el inseparable Miguel, que no se apartaba del clan coloquial hasta que se daba por finiquitada la enésima controversia y apurado el último trago y el último pincho. En aquél conciliábulo improvisado, Lera era un director magistral de la lidia tertuliana, en la que, cuando se terciaba, Gómez Rico nos deleitaba con sus chistes de gitanos en comisarías o juicio-orales para abrir hueco a la perorata de los taurinos, en la cual también se hacía hueco a cualesquiera que cayera por aquél cenáculo matinal y venial, siempre que supiera escuchar, respetara los temas y no metiera baza sin ton ni son.

Allí, lógicamente, me refugiaba cuando comenzaba mi aventura en programas radiofónicos en la cadena SER, las transmisiones en directo de las corridas de la feria de San Mateo por dicha cadena y su posterior extensión a Radiocadena Española, con sus programas de pos-corrida en directo. Ocurría todo aquello antes de ponerme a escribir de toros en el Diario Regional que, por aquél entonces, estaba dando las boqueadas de su pervivencia. Fue cuando el director de dicho Diario, Pedro Muñoz, a la sazón nombrado gerente de El Norte de Castilla, me trasladó su deseo de que fuera a escribir de toros a su nuevo periódico. No lo dudé ni un segundo: nunca osaría hurgar en el lugar y en la sección que tan brillantemente ocupaba el compañero, y sobre todo gran amigo José Luis Lera. Es la primera -y única- vez que hago pública esta confesión, porque jamás quise que lo supiera José Luis. Por eso pienso en este instante si haré bien sacándolo a la luz en un día tan tenebroso, cuando Lera se nos ha ido en silencio, en una alarde -uno más- de su proverbial discreción. Pero dicho está, porque cierto es y porque estoy seguro de que él hubiera hecho lo mismo a la recíproca.

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Ha muerto Lera. Contra esta certidumbre no hay respuestas ni pataleos que valgan. «Es ley de vida», «tenía ya 92 años», dirán por ahí quienes no le conocieron en las distancias cortas. ¿Y qué me importan las leyes, sobre todo en un país que se hacen y deshacen a capricho de quien las crea o destruye para su mejor provecho? ¿Acaso la vida tiene cifrada y fijada su prevalencia en función de los años? No estoy de acuerdo, ¡ea!

Aquí, en este Valladolid escarchado, frío y doliente, nos quedamos un manojo de fieles 'leristas', añorando su talento, su chispa, su inmarcesible jovialidad. Aquí se quedan, llorando a Lera, las «chicas de oro» que compartieron con él afanes informativos en El Norte y la Agencia EFE, y que tanto le arroparon en su dorada senectud, a saber: Henar Sastre, Ana Alvarado, Lourdes Capellán, Nieves Caballero… y algunas más de última generación que se unieron a tan peculiar cofradía. Con él se va, también, el paradigma de la «luguillanía», la bandería de la que jamás hizo renuncia José Luis, por mucho que la suerte adversa no acabara de modelar la figura del toreo que parecía reclamar la estampa, aflamencada y solemne de David Luguillano. ¡Qué ejemplo de fidelidad tan admirable! ¡Qué tenacidad la suya para no abjurar jamás de sus creencias inapelables, concentradas en un artista de vitola indescifrable!

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Debo confesar que la muerte de mi querido José Luis Lera me deja un delicioso ramillete de recuerdos: los de los años primerizos de mis andanzas por los ruedos del mundo, iniciados en una ciudad como Valladolid, donde la voz y las plumas de Pepe Alegrías (Emilio Cerrillo), Riverita, Alvarito Reyes, Ito o Santiago Gallego formaban el escuadrón de la información taurina en prensa y radio… hasta que Lera, cual «moisés» de nuevos tiempos, alzó su bastón y abrió los mares a una renovada generación de informadores taurinos que fueron ocupando el burladero de prensa del coso del paseo de Zorrilla.

Hace ya unos pocos años que José Luis utilizaba su bastón para mejor direccionar su paso por las calles de nuestra ciudad; pero, en verdad, su figura y su caminar por el mundo han dejado una huella difícil de borrar y un poso de muy lueñe perdurabilidad. También la tertulia «corintiana» se fue desmigando hacia el asfixiante ambiente del Suizo, a la vuelta de lo que fuera el hotel Conde Ansúrez, en cuya terraza se aposentaban Manolete y Camará en las mañanas de los días de corrida, y, últimamente, a las dependencias del más enjundioso hotel Mozart.

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Por eso, cuando estás recién ido, amigo mío, quiero que sean unos versos de Miguel Hernández los que me permitan trasladarte mi estado de ánimo en el lamentable trance al que me abocas:

«A las aladas almas de las rosas/del almendro de nata te requiero/ que tenemos que hablar de muchas cosas/compañero del alma, compañero…»

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