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El paso de los años reduce las expectativas. La mirada varía de intensidad, de amplitud y de ángulo. Cuando miras hacia delante lo ves todo borroso y tienes que retroceder para distinguir a duras penas el primer plano de todo. Los oculistas lo llaman presbicia ... y la gente corriente, menos técnica y más imaginativa, habla de vista cansada y de fatiga. Pero, lo llames como lo llames, el efecto es que te acomodas y enraízas en el presente inmediato, mientras que el futuro se torna esquivo y se ofrece generoso a otros propietarios. El resto de la realidad la ves a distancia, muy lejana, y en cuanto te acercas compruebas desolado que se difumina y emborrona. No está hecha para ti y te sientes expulsado. Si insistes, algo enfadado, como quien se cree víctima de un malentendido o de un maleficio, quizá orquestado por todos aquellos que a lo largo de la vida has molestado, lo empeoras todo y caes al fondo, a una oscuridad implacable. No es de extrañar, entonces, que reacciones con un anhelo inofensivo, y guiado por una alegría algo pueril contemples en el parque el crecimiento de las hojas o en cualquier excavación el ir y venir de los operarios. Todos se mueve menos tú, que permaneces quieto y a la espera.
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Las cosas no mejoran cuando miras hacia atrás. Vuelto de espaldas al mundo, oscilas entre dos realidades. En una, la más vulgar y pequeño burguesa, observas el pasado como un territorio encantado, candoroso, lleno de nostalgia y verdad. Esta es la actitud más socorrida y satisfactoria. Anima a repetir la vida y a acariciar a las personas que pasan a tu lado. La otra es menos placentera. Si te sometes a ella, todo se tiñe poco a poco de falsedad y encuentras en cada vivencia una finta que la adultera. Ves que siempre te has autoengañado o que te han engañado los demás. Incluso en los momentos que creías más felices y logrados, se te aparece un detonante que convierte el entorno en un acontecimiento disfrazado. Con el paso de los años compruebas que la mirada se vuelve más torva e incrédula, sin complacencias con el pasado, contra el que enseguida rebotas. En estas ocasiones recuerdas a Tolstoi y su personaje en 'La muerte de Ivan Illich', que concluye sus días con una observación sustanciosa: «Morir es aceptar que todo lo que te ha mantenido y te mantiene en la existencia es mentira, engaño que te oculta la vida y la muerte».
Estos son los hechos. Pasada una línea roja, la línea de sombra de la que hablaba Conrad, te das de bruces con una alternativa: o te infantilizas o desesperas. O te vuelves estúpido, como un chiquilicuatro viejo y amanerado, o te las entiendes con un paisaje intelectual que se queda en cueros a medida que va olvidando los buenos ratos.
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