La vida ha sido definida como un cóctel de coincidencias. Coincidencias creadoras de oportunidades que permanecen a la espera de alguien inteligente que sepa aprovecharlas. A sabiendas de que la sabiduría práctica necesaria para beneficiarse de ellas nace de la humildad, pues el amante de ... las coincidencias no se siente protagonista de ningún orden superior, profecía o necesidad. Simplemente cree en el azar, en la casualidad, y confía en su buena vista para distinguir las ocasiones, como el buen cazador sabe dónde apostarse y cuándo hay que disparar. En cambio, las personas arrogantes no creen mucho en las coincidencias. Solo creen en la causalidad. Llenan su entorno de causas y diligencias intencionadas. El orgullo, que siempre es paranoico, sospecha del deseo abierto y generoso de los demás, en el que no confía ni poco ni mucho, y le sustituye por una áspera intencionalidad. Antes de preguntase si el otro le quiere, cuánto, por qué y para qué, que son los interrogantes del amor y la amistad, presupone una intención que, en general, es perjudicial. En realidad, no cree en las buenas intenciones. A su manera de ver, hablar de malas intenciones es una tautología carente de rigor.
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La creencia a machamartillo en la causalidad nos pierde. Hace avanzar la ciencia, pero empobrece a las personas. Las empequeñece porque, en vez proveer de significado a las cosas las colma de deducciones y consecuencias. Este procedimiento ha conquistado la conciencia moderna y hace de la mentalidad presente una psicología muy tosca. Puedo poner un ejemplo cotidiano de esta simpleza. Resulta que cuando estoy decaído no acierto a soportar la tristeza para darla un lugar en mi vida y un valor en mis peripecias, así que enseguida me refugio en la explicación causal: subió la dopamina, bajó la serotonina, chirrían las sinapsis, patinan las neuronas, etc.
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Con el aumento de la causalidad científica el perfume aciago de la paranoia lo va impregnando todo. Un líquido espeso y pegajoso extiende la intolerancia, la confrontación y la guerra. El adversario deja de ser ese vecino que nos acompaña y alimenta nuestra perspicacia, y se convierte en un enemigo potencial. Los pactos son cada vez más difíciles de alcanzar, mientras que al disidente no se le reconoce ni se admite su perspectiva ni su divergencia ni su modo de mirar. En cuanto se descuida se le va a intentar reducir, controlar y normalizar. Así se trata al loco, al pobre, al vagabundo, al negro, al cosmopolita. Sin coincidencias ya no sabemos interesarnos por el nombre y las necesidades de los demás. Aprendemos enseguida a segregar, porque cada vez hay menos casualidades y más causalidad.
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