Secciones
Servicios
Destacamos
Nombrar y dar sentido a las cosas es la primera potestad humana. Lo es bíblica y filosóficamente hablando. Incluso cuando decimos de alguien que está loco y que ha perdido la razón, comprobamos enseguida que piensa, y mucho, pero de otro modo, con significados que ... nos son ajenos. Solo hay una locura desterrada del sentido, la del demente, la del Alzheimer, la que cursa con atrofia cerebral. Esa sí que es inhumana. Es hija putativa del progreso y la modernidad. Perder el sentido común puede ser una fatalidad, aunque a veces sea una condición imprescindible para la transgresión y la creatividad. Pero perder el sentido a secas, el sentido universal, es una hecatombe sin excepciones. Una cabeza lúcida en un cuerpo enfermo puede resultar una tragedia, pero una cabeza perdida en un cuerpo sano solo puede ser un castigo gratuito de Dios. Es un infierno que, curiosamente, el afectado no lo conoce pero que lo sufren los parientes.
Sin embargo, hay una vocación del sentido más convencional, menos loca, que puede concluir en un exceso de explicación. Se observa bien cuando te interpretan más allá de lo imprescindible o lo habitual. Hay quien intenta demostrarte que sabe mejor que tú lo que quieres, lo que sientes y lo que te interesa. Apenas has esbozado una intención o una idea que ya han puesto tu pensamiento al servicio de otra finalidad que ellos ven muy clara. Mucho más que tú.
Esa gente te acorrala y te somete. Una muestra de los juegos de poder y dominio con que nos relacionamos, es precisamente esa inclinación del prójimo, o de algún prójimo al menos, por subirse a un escalón por encima de ti. Desde allí te observa y rubrica su mando mientras te interpreta.
Lo propio de estos tiempos ya no se revela en habértelas con tus pecados y verte apremiado a la confesión y el examen de conciencia. Hoy son los hábitos psicológicos los que han secularizado el proceso. Ya no se valen de tus pecados y de la Iglesia para someterte y controlarte, sino de tus cegueras. Freud descubrió un arma que hoy blanden miles –¡millones!– de personas. «Tú, querido amigo, no sabes lo que quieres ni por qué lo haces. Yo sí lo sé». Y ese conocimiento extra tanto lo puedo arrojar sobre ti como comentarlo con la gente. A esto último lo llamamos cotilleo, que es un ejercicio de violencia sobre el ausente, hoy magnificado en el paraíso mortífero de las redes.
Este gusto, o este recreo en la interpretación del otro, es un serio problema para la convivencia, teniendo en cuenta que la necesidad de ser reconocido es un principio básico de la identidad. ¡Acéptame o no, pero no me interpretes!, es el ruego sufriente de media humanidad, que se conforma con lo que sabe, a la otra media que todo lo entiende.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.