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Era alto, solemne, cercano y desgarbado. Y llevaba un pelo largo y silvestre de bailarín gitano, de ganadero de reses bravas, de figuraciones en embestida, de trazos de colores con casta y con trapío. Tenía algo de bandido generoso, como si hubiera salido a descubrir la vida desde un romance de Fernando Villalón». Hay descripciones tan perfectas que ya no pueden ser mejoradas. Cuando los demás nos topamos con ellas, lo único que podemos hacer es bajar la cabeza y reproducirlas tal cual, asumiendo con humildad nuestras limitaciones y aplaudiendo el talento ajeno. Así que lo entrecomillado es de Antonio Corral Castanedo acerca de José Manuel Capuletti, de quien también decía que parecía un matador en descanso, esperando impaciente el inicio de la temporada. Corral Castanedo es, quizá, el escritor más injustamente tratado de nuestra ciudad. No lo fue en vida, ciertamente disfrutó de un amplio reconocimiento y prestigio. Pero creo que sí en muerte: tengo la sensación de que Corral ha desaparecido entre una maraña de nombres olvidados, como si el tiempo no solo enterrara a los escritores, sino que además los descompusiera, abandonándolos en un manto de silencio, como venganza. Valga, en cualquier caso, este arranque como homenaje a Corral Castanedo, mito de 'El Norte de Castilla' y maestro de maestros.
Algo parecido sucede con Capuletti, otro maestro, este de la pintura y quizá tratado con menos respeto del que merece por parte de su ciudad. Se le valora, sí, pero de modo sordo, sin pasión ni entusiasmo. Hoy, que hace exactamente un siglo vio la luz por primera vez en la calle Santiago –cómo no, sin placa que lo recuerde, claro–, quizá sea el momento de reivindicar a quien ha sido nuestro pintor más universal. La inmensa producción de su época vanguardista se encuentra en pinacotecas y en colecciones de los epicentros del arte de la época. Es decir, París y Estados Unidos. Y creo que, quizá por eso, Valladolid nunca entendió del todo a Capuletti; porque tampoco ha visto su mejor obra con sus propios ojos y ya apenas lo recuerda. Y como no se puede valorar lo que no se comprende, ni se puede aplaudir lo que se ha olvidado, es posible que la relación se haya tornado fría, distante y lejana, como si en vez ser un hijo de Valladolid, Capuletti fuera solo un sobrino segundo.
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Es posible que esa relación haya sido así desde el principio. Desde luego, su carácter no respondía a el tópico de castellano austero que tanto nos limita, como un abrazo que te da calor pero que inmoviliza tus virtudes para encarcelarte en tus defectos. Capuletti era diferente: extrovertido, sociable, con un aire gitano. Decían sus compañeros del Lourdes que estaba como en otro mundo, pero que cuando se acercaba a ellos siempre tenía un comentario o una palabra que provocaban la carcajada general. Y entonces volvía rápidamente a su niebla extraña, al mundo del artista. Era de un carácter diferente, «como si no fuera de aquí», que diría uno de esos nacionalistas de la tristeza. Pero es que, en parte, no lo era. Él aseguraba que su apellido procedía de los Capulettos, aquella familia de Verona que Shakespeare enemistó con los Montescos en 'Romeo y Julieta'. Y, desde luego, si consideramos la gran vinculación de Castilla con Italia en la época en la que Valladolid gozó de preeminencia, la historia que cuenta no es en absoluto descartable. En cualquier caso, Capuletti formaba parte de aquella bohemia recogida entre pinceles, tertulias y costumbres inusuales para el Valladolid de la época, que le observaba con curiosidad y con más desconfianza que admiración. Capuletti estaba muy por delante, no se llega a comprender del todo su manera de entender la realidad y se le achaca «falta de sinceridad». Es decir, Valladolid no lo acaba de aceptar y se le echa en cara la visión dramática, atormentada y pesimista de todo lo que tocaba. Incluso si lo que tocaba era a sí mismo –dice Corral que parecía que Capuletti venía siempre de su propio entierro–. Pero, eso sí, con arte: se cuenta que una vez en el Café Novelty –situado en la actual Héroes del Alcázar– no les llegaba para pagar la cuenta y él ofreció un dibujo como pago, a lo que el dueño no solo respondió aceptando, sino trayendo algo dinero de vuelta, porque consideraba que el dibujo tenía más valor que la propia deuda. A Capuletti le gustaba escandalizar a aquella ciudad que no le valoraba del todo. Por ejemplo, se aseguraba que quería construir un 'botijo atómico'. Él matizó: «No, lo que yo dije es que iba a fabricar botijos con dos departamentos, uno para el agua fría y otro para el caliente». Ya aparecía el surrealismo, la greguería y la poesía. «El genio está en no dejarse arrastrar por los gritos de los cuervos», decía y salía a pasear su melena y su aire bohemio y vertical por aquel Valladolid gris de posguerra, incapaz de valorar la genialidad del diferente que tenía delante.
Y tan diferente era que se tuvo que ir a triunfar fuera. Y lo hizo, por todo lo alto. No solo pintando sino también diseñando vestuarios y escenarios para ballets. Entre otros para la compañía de otro vallisoletano: Vicente Escudero. En cualquier caso, Capuletti triunfó y cuando volvió a España lo hizo a Andalucía. Precisamente en Mairena del Alcor dicen que Dalí le dijo una vez: «Tú produces el mejor surrealismo y yo me llevo los cuartos». No sé si será cierto, pero, desde luego, la frase encaja bastante bien con la imagen que tenemos de ambos; de Dalí, por su afición al foco y de Capuletti, por su afición a la sombra.
Aunque también hubo quien siempre le valoró en su ciudad. El de siempre, claro, Delibes, que en 1955 valoró «su extraordinario talento, su trazo seguro, ágil y brioso, su prodigioso sentido del ritmo y, junto a la violencia y dureza de sus contrastes, esos fondos tremendamente desolados, obsesivos, casi angustiosos, que comunican al observador con una inquietud onírica». Alguno diría que estaba hablando de sí mismo.
Tras una ruptura y un nuevo amor, 'Capu' termina abandonando España para instalarse en Walluf, pueblo alemán en el que moriría en septiembre de 1978. Para construir su tumba trajeron mármol de Carrara, de donde se suponía que venían sus ancestros. Aun se le recuerda en París, en Nueva York y en Sevilla y, quizá por ello, en su tumba siempre hay flores. Aunque los que la han visitado dicen que, en realidad, allí solo huele a Campo Grande.
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Josemi Benítez
Jon Garay y Gonzalo de las Heras (gráficos)
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