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«No somos una ciudad más. Mantenemos lo mejor de las ciudades pequeñas y algunas cosas de las grandes»

José F. Peláez

Valladolid

Viernes, 14 de marzo 2025, 06:59

He visto a una tal Lucía Pombo decir que, si no viviera en Madrid, viviría en Valladolid. «Por practicidad, porque está muy cerca de Madrid, porque tiene tren, porque está muy bien comunicada, por su gente, por cómo se come, por todo». Tiene toda la razón, aunque reconozco que no tengo ni idea de quién es Lucía Pombo. Por 'Pombo' a mí solo me sale Álvaro, que se distingue, en orden de importancia creciente, por ser miembro de la Real Academia de la Lengua, por ser Premio Cervantes y por ser antiguo alumno del Colegio San José de Valladolid. Por 'Pombo' también me sale 'Pablo', que, en idéntico orden, es un extraordinario sociólogo, un fantástico periodista y mi amigo. Pero de Lucía, nada. La cosa es que, sea quien sea, le siguen 625.000 personas, es decir, unos veinticinco estadios José Zorrilla juntos. Eso es mucha gente. Y parece que, quizá precisamente por eso, se ha enterado media ciudad. Y anda un poco revolucionada por el tema, como si no nos lo esperáramos, como si nos sorprendiera o, peor aún, como si nos pareciera incomprensible.

Y yo tengo la sensación de que no acabamos de comprender bien dónde vivimos. Eso que dice Lucía Pombo se lo he oído decir, sin ir más lejos, a Karina Sáinz Borgo, que no necesita presentación, pero de la que, por si acaso, diré que es de las mejores novelista de España, que el New York Times incluyó su libro 'La hija de la española' entre los más destacados del año y que ha sido traducida a treinta idiomas, dos arriba, dos abajo. Si una persona que ha recorrido toda Europa y media América dice que Valladolid es una de sus ciudades favoritas, quizá haya que tenerlo en cuenta. Ella tiene vinculación con nuestra ciudad desde hace tiempo y la conoce bien. Siempre que la veo me lo recuerda: «Peláez, no sabes la suerte que tienes de vivir en Valladolid. Es una ciudad fantástica, la adoro, me encanta su manera de vivir, sus calles, su alterne, su vida nocturna y hasta ese peculiar ambiente farandulero», me dice, con los ojos abiertos y la sonrisa amplia de quien no quiere ocultar que 'siete vidas tiene un gato'. Pero es que lo mismo me dijo Rafa Latorre que, además de amigo, es el mejor periodista de mi generación, un gran aficionado a la buena mesa, al buen vino y, encima, mi jefe. Esto último no es algo raro, la gente cree que, cuando eres autónomo, no tienes jefe, pero la realidad es que no tienes otra cosa. Tengo más jefes que Lucía Pombo seguidores. Rafa siempre dice que Valladolid «es la ciudad más infravalorada de España». Cuando viene por aquí, que es con frecuencia, no se cansa de repetir que «Valladolid siempre es un buen plan». Le gusta la ciudad, el ambiente que se respira, la oferta gastronómica y cultural, el estilo de vida…

Exactamente lo mismo piensa Borja Cardelús, amigo (claro) y actual director de la Fundación Toro de Lidia. Está enamorado de nuestra ciudad e incluso me ha dicho varias veces, medio en broma, medio en serio, que no descarta venirse a vivir a Valladolid. «Sois como era Madrid antes de que se llenara de horteras y de masas impersonales». Le sorprendió que se pudiera encontrar mesa con cierta facilidad para tomar una caña frente a la Catedral, los precios, que todo mantuviera un ritmo más o menos normal y, por supuesto, lo que se respira por la calle, ese intangible tan difícil de explicar. Nosotros estamos acostumbrados a vivir en una ciudad tranquila, limpia y segura. Y no lo valoramos. Pero basta con darse un paseo por el resto de España para darse cuenta de lo que tenemos.

Y yo sé que en Valladolid lo que se ha llevado tradicionalmente es la crítica, el desprecio, mirarnos con distancia, con un desapasionamiento descreído y cínico y con ese 'paletismo' tan característico que desprenden los que quieren pasar por 'cosmopolitas'. Pero yo me he cansado, qué le vamos a hacer. Cada día me gusta más mi ciudad y cuanto más salgo de ella más valoro volver. Yo no la miro pensando en lo que le falta sino en lo que tiene, que precisamente es esa 'normalidad', un bien cada vez más preciado y más complicado de encontrar. Hace dos semanas vinieron otros doce amigos de Madrid a ver la exposición de la Catedral y la de 'la Roldana', en el Museo Nacional de Escultura. Dimos un paseo, vieron la expo, tomamos unos vinos, comieron, se dieron otro paseo por la tarde y se volvieron en el último tren. A su llegada, me mandaron un WhatsApp: «Apasionados con Pucela. Gracias por todo». Estos me dijeron que Valladolid les recordaba a Madrid, pero sin lo malo. Yo les comprendo porque a mí Madrid me recuerda a algo así como si sumaras diez veces Valladolid. O sea, igual, pero con todo a media hora en metro en lugar de a diez minutos caminando. Creo que iban en la misma línea que Borja, les encanta que haya ambiente sin masificación, que no se perciba peligro, ni delincuencia ni hordas de turistas indiferenciados, que la ciudad tenga esa pinta tan seria y tan 'capitalina', la oferta cultural, la historia. Las chicas hablaban de lo bien vestidas que van las señoras mayores por la calle, algo en lo que nunca me he fijado pero que seguramente sea cierto.

No somos una ciudad más. Mantenemos lo mejor de las ciudades pequeñas y algunas cosas de las grandes como, por ejemplo, el anonimato, que es algo que no se valora hasta que conoces ciudades más pequeñas. «Pueblo pequeño, infierno grande», se suele decir. Recuerdo que hace años un jueves salí por Palencia y cuando llegué a trabajar la mañana siguiente mi jefe sabía exactamente dónde había estado. Punto por punto. Minutado, diría. Eso aquí no sucede, o al menos no me sucede a mí, que entro a tomar un café y no tengo ni idea de quién es nadie. Eso es un activo impagable al que no prestamos atención. Me lo decía Óscar Coscarón, amigo zamorano que vino a ver esas mismas exposiciones hace un mes con otros dieciséis zamoranos y que se fueron fascinados con la ciudad, a pesar de sus recelos iniciales.

Todo el mundo que conoce Valladolid dice lo mismo. Me viene a la cabeza Dani Gómez Pizarro, placentino que estudió Medicina e hizo el MIR aquí y que, desde entonces, vuelve cada año «a su ciudad», como él la llama. Y con razón. La echa de menos, la añora y yo le comprendo. Y comprendo a los zamoranos, y a los madrileños, y a Borja, y a Rafa y a Karina. Y, sobre todo, a Lucía Pombo, que sigo sin saber quién es, pero a la que alabo el criterio. Porque, en realidad, todo el mundo piensa lo mismo que ella. Ya solo falta que nos enteremos nosotros.

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