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Iván San Martín
Historias de Valladolid: Bares y gentes que se fueron

Bares y gentes que se fueron

Vallisoletanías ·

«El mundo era mejor cuando el 'adiós' era 'adiós' y lo era de verdad, no como ahora, que apenas es un interregnum entre whatsapps»

José F. Peláez

Valladolid

Domingo, 5 de marzo 2023, 00:13

En el Montesol los botellines de cerveza valían cien pesetas. Sesenta céntimos al cambio, así que ya se pueden imaginar. Y no estoy hablando de batallitas de la posguerra sino de los últimos años de los noventa y primeros de los 2000, cuando yo estudiaba –es un decir– y la vida llegó a su culmen, al punto máximo de felicidad, evolución y alegría. Luego nos enteramos que aquello fue una burbuja, que todo era mentira y que la expansión crediticia es el opio del pueblo. Y todo comenzó a degradarse hasta llegar a convertirse en la mediocridad que ustedes ven cada día. Pero que nos quiten lo 'bailao'. Lo que vivimos no fue mentira. Era un mundo sin móviles o, como mucho, con unos ladrillos que solo servían para llamar, pero ni redes sociales ni fotitos. Fuimos libres. Podíamos perdernos sin dar explicaciones a nadie ni tener un plan perfecto preparado como coartada, como ahora. Hablábamos entre nosotros, no estábamos permanentemente controlados y, para quedar, bastaba con pasarse por el Montesol a ver quién había. Pertenezco a la ultima generación de personas que no han contactado con quien han querido y cuando han querido. El mundo era mejor cuando el 'adiós' era 'adiós' y lo era de verdad, no como ahora, que apenas es un interregnum entre whatsapps. Allí nos pasábamos los jueves fumándonos los Fortuna de dos en dos y los botellines de tres en tres, en una barra con forma de pieza de Tetris en plena Plaza de la Universidad, en el lugar exacto desde el que veo cada Jueves Santo el 'Gaudeamus Igitur' al Cristo de la Luz, con Miguel en la barra llamándome 'galgo negro' y aguantando nuestra insoportable alegría finisecular mientras pelaba patatas de modo compulsivo para hacer unos bocadillos de tortilla que se podían dividir en autonomías. Luego pasábamos por la Calleja, en el Callejón de Quevedo, que ya no existe, simplemente se ha esfumado, se borran las calles como si fuera un borratajo que sobra en el dibujo de un niño. Definitivamente se nos ha quedado un mundo con menos sabor, sin un resquicio de ese aire costumbrista y garbancero que tenían los bares y la vida antes de la franquiciación del centro y de las expectativas.

Han pasado veinticinco años de aquello. Han pasado veinticinco años de casi todo, hasta de la muerte de Gil de Biedma. También de El Cubi, a los pies de La Antigua, donde Mario nos ponía Sabina, día tras día y año tras año. Recuerdo un día que estaba tan hasta las narices de aguantarnos que nos dejó en la esquina de la barra un cajón de veinticuatro cervezas y un abridor y se piró a hacer sus cosas. Nos las ventilamos, claro. Con el disco de '19 días y 500 noches' en bucle y un poco de cerveza hacíamos la tarde y, si me apuran, la vida entera. Un día Mario se fue, pero en serio. Y detrás de él, nosotros. Tampoco existe ya nada de aquello. Como tampoco existe el VIPS, aquel bar de estilo inglés que había en Fray Luis de León en el que tenían todos los juegos de mesa posibles y donde matábamos el aburrimiento, los domingos y las tardes de verano convirtiéndonos en eminencias del Trivial. Lo que fuera menos estudiar.

No existe tampoco el Belmonte, aquella bodeguilla que había en la plaza de San Juan, donde ponían porrones de vinillo malo y de cerveza con gaseosa, sobre una barra de mármol blanco con una fuente que refrescaba el cristal y la mirada. Y dos bancos de madera en los que los paisanos sacaban una navajilla y un trozo de chorizo para almorzar y te ofrecían. Aun recuerdo esa letrina que tenían por baño, que parecía una trinchera excavada en la celda de una cárcel turca. Qué buenos tiempos.

Y el Harlem, claro. No sé qué habrá sido de Paquiro, pero me acuerdo mucho de él y de su forma de poner el Gin Giró, con esa obsesión como de orfebre con hipocondría. Cogía la copa, la miraba a trasluz, la limpiaba de nuevo, pasaba un trapo encima de tu metro cuadrado de barra, te ponía una servilleta doblada de un modo especial, sacaba el hielo de la máquina directamente para que estuviera a la temperatura que él decidía óptima y comenzaba a medir como un alquimista que en lugar de una copa estuviera dándote un medicamento. En realidad, no descarto que así fuera. Y, a su lado, a unos centímetros del orden extremo, reinaba el caos absoluto de Leo contando gilipolleces a la hora del cierre y que ya anunciaba lo que vendría después. Y Toño, que se fue demasiado pronto.

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Y la Peña Taurina, un lugar indescriptible donde tomar unos vinos y unas croquetas frías en el segundo piso de una escalera que parecía descrita por Vázquez Montalbán, entre cabezas de toros, fotografías de Dámaso González y autógrafos del Litri y de una Erasmus que se vino arriba. Era el lugar más cañí del universo. Cocinaban bien, la verdad. Se echa de menos esa honestidad en un tiempo en el que todo es lo de siempre, ya saben, cuatro platos ejecutados de modo aceptable, correctos, de esos que al principio te hacen soñar con que esta vez sí, pero que al final es que otra vez no; ese tipo de cocina que deja entrever el programa de gestión para cocineros de la Cámara de Comercio de Málaga y que cuenta a gritos que el menú ha sido creado partiendo del precio y no del amor, como suele pasarles a estos chefs con cara de llamarse Álex que aún no han decidido si quieren ser vascos o tailandeses.

Se ha ido el Celes, el bar del Club de Caza, el Hidalgo y El Escudo. Se ha ido el Herminios y esa oscuridad como de caverna de Platón que hacía redundantes los cambios de hora. Porque en el Herminio's siempre era otoño y siempre era mañana por la noche, o ayer por la tarde, yo qué sé. Era lo que decidiera Roberto y su mala leche, que tengo escrito que no era culpa suya, sino de quien osaba perturbar la paz y la elegancia que él había soñado para nosotros con peticiones basura, comentarios vulgares y presencias que no cuadraban con su manera de entender el arte, la vida y, sobre todo, de entendernos a nosotros mismos.

Y se echa en falta hasta aquel local de la Acera de Recoletos que se llamaba El Escorial, un bar tremendamente pijo, caro y de gente que entonces me resultaba muy mayor, pero que, supongo, serían más jóvenes de lo que yo soy hoy en día. Se echa en falta todo aquello. Lo pensaba esta mañana mientras caminaba con cara de tener muy claro dónde iba, saludando con la barbilla a gente que me saludaba desde un coche y que, por supuesto, nunca sabes quién es. Y pensaba que antes todas las noches parecíamos Bogart y todas las mañanas Los Serrano. Ahora no encuentras lo que buscas. Porque lo que echas en falta, en realidad, no es un bar. Es a ti mismo, la mirada limpia, la vida como tenía que haber sido, la soberbia de la inocencia y la felicidad de volver a recorrer una ciudad como si no nos conociéramos ya todos los finales.

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