Convivir con gente que, de modo permanente, te explica que tiene razón debe ser agotador. Cada día a su vera parecerá una lección magistral de por qué ellos aciertan y los otros fallan. Y encima, los muy desgraciados, lo hacen pormenorizadamente. Y eso es lo ... malo, que además entretienen. Yo los soporto en las contadas ocasiones en que enciendo la tele o la radio y hay alguien enarbolando su sesuda tesis, o cuando topo en redes con humanos avanzadísimos que en su biografía sentencian con frases certeras dejando claro que están «en el lado correcto de la historia». Ahí es nada. Ahueca el ala, Churchill; desaparece, Mandela. Un fenómeno desde su móvil acaba de zanjar los problemas del mundo decidiendo, basándose en los estándares que ayer por la tarde le parecían objetivos, quiénes están en la parcela buena y quiénes no.

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El drama de una disertación tan sorda es que pretende colocarnos al resto, que nos numeremos. «Defínase, caballero». Pues mire, no. Principalmente, porque es posible que no tenga los conocimientos suficientes del tema que se toque. Con lo bonito que es el gris, dudar, escarmentar, equivocarse… Resulta que estos son los que quieren que les aceptes pulpo como animal de compañía o se llevan el Scattergories. Da igual que sean ministros, asesores, golfistas o gente de a pie. Son los que, por ejemplo, te dicen si has votado bien. Además, no se limitan a complicadas materias relacionadas con la geopolítica mundial, qué va. Llegado el caso te explican por qué no puedes ser del Madrid. A mí esto me resbala sobremanera porque saben desde hace tiempo que tengo los calzones más blanquivioletas que Alberto Marcos, pero dejen a la gente tranquila, por Dios. Y si uno quiere ser de la Medinense, que lo disfrute. Qué manía.

Me da igual que se empeñen en señalarme que si en una película sale Bardem favorezco a comunistas millonarios o que si pongo cada noche a Pablo Motos colaboro con no sé qué polémica intolerable. Déjenme ver a Javier hacer de creyente convencido en Dune o a Marron haciendo un experimento con dos millones trescientas cincuenta y cuatro mil canicas agujereadas si así lo prefiero. Yo quiero respirar, como cantaban a finales de los noventa. Pero nada, y dale Perico al torno. Les da igual que sea un concurso cantarín o si la tortilla debe llevar cebolla. «Pues a mí me gusta sin cebolla». «Pues no tienes ni idea porque no se puede comparar». ¡Pues compárala tú, Rastreator! ¡So pelma! Son ellos, vigilantes del camino adecuado, los que te indican que no deberías pasar por este mundo sin leer diez libros imprescindibles que, casualmente, no has tenido en la mesilla en tu vida. Porque a ti te gusta Dicker, querido lector. Te gustan Ken Follet y Matilde Asensi y no hacen más que decirte que Dostoievski te va a cambiar la vida. Pero tu vida te gusta y tienes pendiente el último de La Vecina Rubia. Eso no quiere decir que, en un futuro, Crimen y castigo provoque fuegos artificiales en tu cabeza, pero esta noche quieres saber quién demonios es el asesino y darle la vuelta a la almohada, sin más. También ese alegre cortejo fúnebre es el que, a menudo, insiste en que hay un director de cine moldavo que genera una exégesis inédita en su último film sobre el dilema ocurrido en Laos y que no puedes perdértela. Y ahí estás tú, en la cola de la taquilla debatiéndote entre ser una persona vulgar de gustos mundanos y entrar a ver la de los Cazafantasmas o comerte un pestiño de tres horas sin tener ni puñetera idea de dónde está Laos y qué diantres pasó allí.

Y es quec. Y aún peor es mirar con desdén al que piensa otra cosa, sea de Cataluña, de la educación finlandesa o de lo básico que es tener una freidora de aire. No quiero pasarme el día justificando mis decisiones o pensamientos. Diferir es sano y necesario. Pero no me atosiguen, sigan caminando. Básicamente, porque si con el que no coincido es de confianza o familia, prefiero abrir una botella de vino y compartirla a imponer mi razón. Y si no le conozco, que es lo que pasa en las redes sociales, no tengo nada de qué hablar con tal individuo. Esa gente suele ser la que insiste, te da con la manita en el hombro para reforzar su posición mientras mantiene su diatriba y, llegado el caso, te agarra real o digitalmente. Suélteme el brazo, señora. No toque. Déjeme en paz.

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