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Algo huele a podrido en Dinamarca y no es cosa de una escena de Hamlet. Quizá emplee un término excesivo y simplemente sea el devenir ... de estos tiempos de ligereza y prisa, de efectividad o rédito. Les explico: la empresa danesa de correos ha anunciado su decisión de dejar de entregar cartas y postales por ser «un servicio en desuso y deficitario». La última misiva será repartida el próximo 30 de diciembre y acabará con cuatro siglos de una forma de comunicación y complicidad que, con severa dificultad, entenderá nadie con menos de treinta años. Pero claro, habría que ver qué ocurriría si hiciéramos lo mismo con todo aquello que tenga un uso modesto y un rendimiento pírrico. Si nos ceñimos a los crudos números, en este país podríamos zanjar de un plumazo la compañía pública dedicada al mismo menester y otras tantas, algunas con índices de audiencia o beneficios comparables con el nivel de una catacumba respecto a la tierra firme.
Es posible que sea un romántico anclado en un momento idílico, y aun así me cuesta pensar en una Navidad sin su felicitación. Sé que a su buzón en el último año sólo han llegado cartas del banco y publicidad no deseada, sé que aquel género epistolar hoy languidece en los estantes de las bibliotecas y las mentes de los antiguos profesores de literatura. Y teniendo todo eso en cuenta, me resisto. Suelo mandar una postal a amigos cuando viajamos a un destino poco habitual. De igual modo, mi despacho lo adornan los ejemplares de los que se toman la misma molestia por mí: una que Dani Gordo envió desde el fin del mundo, en las Islas Feroe; otra que Laura y Carolo franquearon desde un recóndito rincón de los Andes peruanos... Mi mujer guarda todas las tarjetas navideñas que recibimos año tras año. ¿Por qué? Ni idea, puede que para enseñar a nuestras ahijadas el pasar del tiempo en sus firmas, para releer mensajes que hayan amarilleado con las estaciones o para darnos cuenta de que hay amistades que se conservan firmes como rocas pese a vicisitudes y vaivenes personales. A lo mejor son caprichos absurdos, almacenar objetos prescindibles que aumentarán el polvo de la casa y contribuirán al desorden y cacharrería reinante. Pero esas cosas sin importancia evocan gestos. Gestos de personas que nos consideraron suficientemente significativos para acordarse de nosotros. Y si prescindimos de las primeras, nos perderemos lo segundo.
Siguiendo la línea de abandonar todo aquello que no produzca un beneficio valioso y cuantificable, podríamos comenzar a desentendernos de leer un libro si nos gusta la sinopsis porque, a buen seguro, algún listo habrá destripado el final en un tiktok de esos y será sencillo conocer el final. Con idéntica premisa, renunciaremos a regalar flores a alguien querido ya que, con total probabilidad, se marchitarán a los cuatro días. Como nuestro corazón, más o menos. Continuando, pasaremos olímpicamente de dar un beso al salir de casa o al llegar. Total, si en un rato nos vamos a ver otra vez. Empezaremos a convertirnos en compañeros de mus que quedan en el As de Copas, de los que evitan darse señas dado que llevan mucho como pareja y conocen cómo jugar. Si nos vamos a deshumanizar del todo, que es lo que no espera por este camino, no vuelvan a imprimir una foto, ni siquiera aquella de su primer viaje a Ferrol; descarten hacer un sabroso bizcocho y que lo huelan sus hijos al llegar a casa, el comprado mancha menos y tiene mayor caducidad. Y nunca, jamás, vuelvan a llamar a su madre para ver qué va a hacer de comer, preguntarle si necesita algo o, tan solo, escuchar su voz. Total, con un mensajito rápido, cumplen.
Cubrir el expediente es de jetas. Denle una pensada. No es volver a la cocina de carbón, es escribir de su puño y letra (esa que los todólogos dicen que es absurda porque la mitad de nuestra vida aporrearemos un teclado) una misiva a alguien a quien profesamos un cariño sincero. Prueben, lo mismo da que sea marzo o diciembre. Algo escueto, mismamente un: «fíjate qué ciudad más bonita estoy visitando. Es curioso que viendo esto tan bello me acuerde de ti, con lo feo que eres». La guasa también viaja en carta. excepto si eres danés. Entonces no.
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