Secciones
Servicios
Destacamos
Matilda ponía copas en un antro venido a más cercano a la Universidad, donde fue a clase hace un siglo, o eso le parecía. De aquellas, el Círculo de Lectores nutría de textos y discos a las familias, una especie de Amazon cañí con un ... plazo de entrega mensual que nadie apresuraba. Había probado, pero esas aulas plenas de jóvenes con perspectivas opositoras no habían calado en su plan de vida. Desde entonces había sido monitora a tiempo parcial, pinche de un restaurante ultramegaminimalísticamente naíf, secretaria de una concejala de chichinabo y cantante de una banda con menos talento que los productores del único disco (gracias a Dios) de Jesulín de Ubrique.
Nacho había curtido su movimiento mágico de flequillo y su sentido arácnido en un despacho de la calle Constitución. Lo compartía con un par de socios igual de hábiles para las leyes y tan admiradores como él del café bien hecho. Habían dejado de ir a un tugurio fastidioso cercano a la Plaza Mayor por el alquitrán que administraba a 1,50€ y el nulo ánimo de su dueño por tratarlos correctamente, comparable a su facilidad para ser un voceras para las noticias políticas. Además, estando tan cerca de la casa consistorial, solía enarbolar la bandera adecuada en función de quién acudiera a su establecimiento. Y eso Nacho no lo toleraba. «Se puede ser de izquierdas, derechas, de Pezzolano y, con reservas, hasta de Lutero. Pero no pongáis delante de mí a un chaquetero». No volvieron y no erraron, porque el propietario hizo tantos enemigos que tuvo que bajar la verja.
La casualidad, el verano y un aire acondicionado de primer nivel hicieron coincidir al jurista y a la aprendiz de todo. Valladolid, a las cuatro y media de la tarde de un 25 de julio, suele emanar más calor que las cocinas del Mannix, pero ese día parecía correr una ligera brisa a pesar de estar en el interior de un bar. El sitio tenía el volumen justo, la música adecuada y los ojos azules más bonitos que Nacho había visto desde que su novia de 1º de Derecho se largó con el zascandil más resultón de Geographic. Matilda acudió solícita a tomar nota y cruzó un vistazo con Nacho. La comanda se resolvió con un par de solos, sin hielo ni porquerías, y tres chupitos de crema de orujo, cada uno con una piedra. La mujer señaló la conveniencia del frescor cuando apetece y los abogados su destreza para adaptar el discurso a su necesidad. Todos contentos.
Mientras se daba la vuelta, Nacho no podía dejar de contemplar esa figura familiar. Ni era el mismo pelo ni el mismo cutis, pero esa voz con notas de canela y aguardiente le resultaba familiar. Al volver con el pedido, le inquirió sobre jueves pretéritos en San Miguel y noches en Tintín. Ella habló sin mucha vehemencia de lugares comunes y de la barra que servía Cooper en esa discoteca. Ambos coincidieron en que aquel pasillo era un desfile de saldos a las cinco de la mañana y que alguna vez habían participado del mercadeo. Se sonrieron y cada uno volvió a sus menesteres.
Noticias relacionadas
Pese a la seriedad de la charla de sus compañeros sobre el caso que tenían entre manos, Nacho no terminaba de asociar un recuerdo difuso y aquella cara encontrada gracias al azar. Entonces, como por un conjuro, el hilo musical despidió las primeras notas de una canción de Texas y Matilda comenzó a tararear encima de los graves de Sharleen Spiteri. «No quiero un amante, sólo necesito un amigo». Sonó especialmente falso y asombrosamente dulce. Y Nacho recordó. Volvió a un verano de los noventa y a un concierto de un grupo nefasto de versiones en el que cantaba una amiga de aquella novia fugaz. Una que tenía los ojos azules más bonitos que había visto nunca. «Eres tú», deslizó suavemente levantándose. Ella miró a sus colegas y respondió con descaro: «¿como el agua de mi fuente?». Todos rieron y Nacho hizo mención a su referencia temporal. Matilda se vio sorprendida y, tras las protocolarias preguntas aburridas de puesta al día, les contó que había dado bastantes tumbos hasta volver a casa. Él retomó su hilo con un sucinto: «¿cantas?», al que ella contestó con una mueca perdida desgranando su poca suerte con músicos y otra gente de más cara que espalda. Acabó diciendo que, pese a su ánimo gastado, la vida va y viene y no se detiene. Cerró con un «qué sé yo».
La conversación se dio por zanjada con la cuenta y las despedidas. La tarde llevó a la noche y esta a la jornada siguiente. Mismo calor, mismo climatizador, mismo café y mismos ojos. A partir de entonces, todos los días sonaba una canción distinta en los altavoces y cada uno de ellos Nacho pedía a Matilda que se lanzara. Alguno que otro cruzaron, al acabar turno, los leones que protegen la fachada académica y saludaron a Cervantes como lo hacen en septiembre los novatos antes de posar sus reales en La Central. Y al lado, junto a lo que un día fue el Zócalo, Nacho insistió con ternura: «¿por qué no cantas?». Ella, con tristeza, respondió que, a veces, llega un momento en que te haces viejo de repente. Y siguieron caminando.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.