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En la comarca leonesa de La Cabrera Baja están acostumbrados a los incendios. «Un año era una parte, otro año era otra», explica Encarna Rodríguez, que ejerce de presidenta de Santa Eulalia de Cabrera, una pedanía de Encinedo, «pero nunca, nunca, habíamos visto algo así. Es el peor». La que se puede considerar la autoridad local (en esta zona, los ayuntamientos se componen de varios núcleos rurales y en cada uno de ellos hay un representante que recibe el nombre de presidente) no puede dejar de cubrirse la boca con la camisa. El viento sigue desplazando un raquítico olor a fuego que seca el paladar y la sensación se va tornando en cada vez más delicada. No hay riesgo ya de que se quemen las casas del pueblo –lo único que quedaba por arrasar– pero el rostro de esta mujer deja entrever el temor de que lo peor está aún por llegar. «Va a ser duro vivir aquí viendo lo que nos ha quedado». Y lo que les ha quedado es una corona montañosa negra y gris que rodea totalmente el pueblo y que no les da respiro alguno ni visual, ni emocional. Porque levantarse cada mañana en esta localidad será difícil para los 18 vecinos que viven en ella.
Salvo Encarna (que tiene un taxi que opera como transporte escolar) y su marido (que trabaja en la cantera), el resto de los habitantes ya se han jubilado. Apenas han salido del pueblo en sus largas vidas y toda su historia se ha escrito en esa comarca que Antonio Colinas definió como «monstruosa y desnuda» en la que se aprecia «su particular arquitectura popular» firmada por las casas de pizarra y que ha sido pasto de las llamas durante la última semana. Dentro de nada, cuando los efectivos abandonen el lugar y el incendio se dé definitivamente por extinguido, volverá a convertirse en escenario del olvido y la soledad más típica del medio rural.
La Cabrera Baja, a dos horas en coche de la capital leonesa, encierra hacia dentro una colección de pequeños pueblos que brotan como setas en un angosto territorio. Acceder a ellos obliga a una conducción aparatosa por lo retorcido del trayecto y la estrechez del asfalto, salvo para los lugareños. Con dificultad pueden cruzarse dos coches en distinta dirección y la ausencia de quitamiedos o cualquier elemento de protección en la calzada al filo de la ladera, engrandece la tensión que agita el conducir por esta zona. Las distancias entre los núcleos rurales son pequeñas y el paisaje, que en otro tiempo fue verde, profundiza ahora en el negro de la superficie ya tiznada y los bancales abandonados por las pizarreras. Solo una cantera –que es la que da trabajo a los pocos jóvenes y adultos que se quedan– y la huella de unos columpios ubicados en el descenso del alto de Carbajal (1.341 metros) atestiguan que hay algo de vida. Los vecinos se rebelan ante el hecho de estar asistiendo al ocaso de sus pueblos pero lo cierto es que cada vez son menos. En las localidades afectadas por el denominado incendio de Losadilla (55 kilómetros de perímetro y 8.000 hectáreas calcinadas que le pueden convertir en el más grave de esta campaña) no suman más de medio centenar en el más numeroso. En Villarino quedan solo dos habitantes en invierno y en verano, llegan hasta nueve. En Santa Eulalia, alcanzan los cincuenta en la época estival pero cuando se marchan los foráneos se recortan hasta 18. En Trabazos ocurre prácticamente lo mismo a pesar de que estos meses se hayan subido hasta la setentena. Y así en todos…
Quizá esto contribuya a engrandecer la percepción de tristeza que proyecta ahora la zona. Las llamas han devorado pastos, matorral y algo de superficie arbolada (el 20% de lo que ha arrasado) y hubo momentos en los que se llevaron también la tranquilidad de esta gente. Las noches que pasaron desalojados los vecinos de los pueblos tardarán en ser olvidadas. «Es que no piensas. Te dices, cuando vuelva no hay nada», recuerdan ahora, ya en casa, y sobrepuestos al susto. Encarna tuvo que tranquilizar a los mayores de Santa Eulalia a los que les costó convencer para que se marcharan. «Algunos me decían ‘que se queme la casa conmigo dentro», detallaba consciente de que lo que había detrás era el reflejo de toda una vida en la que nunca, como este verano, «habían visto que se les quemara todo. Tuvimos el peligro por todos los lados». Es una sensación de «impotencia», relata también Elías Valle, el homólogo de Encarna en Trobajos, que abandonó el pueblo con sus vecinos pendiente de las labores de los medios de extinción. «Quiero que deje constancia de que han sido ellos los que han conseguido que el pueblo no se quemara», exigía el hombre incapaz de olvidar la «agonía» que se vivieron en esos momentos, desplazando a los mayores y «dejando ahí tu casa. Nosotros heredamos la de mis padres y la estuvimos arreglando. Si se me hubiera quemado, yo no hubiera vuelto más aquí», sentenciaba. Pasaron tres días desalojados y el recuerdo que le quedará por siempre en la memoria será el de «sentirme muy orgulloso de lo que he visto», insistía en referencia a la actuación de los efectivos, mientras observaba desde el mirador del pueblo y pasadas las tres de la tarde, la zona totalmente arrasada. Junto a él varios vecinos que no habían considerado que, a pesar de la hora, fuera el momento de marchar a comer, entre otras cosas porque el fuego había cambiado ya la, hasta entonces, tranquila normalidad.
De hecho, no muy lejos de allí, y a esa misma hora, en Forna, el único pueblo en el que se quemaron algunas casas –entre ellas la que siempre había sido de los ricos de la localidad, aunque ya abandonada– Feli y su marido se afanaban en levantar los escombros negros de su pajar quemado. Se daban por satisfechos porque habían conseguido salvar el horno del pan pero el panorama no era por eso, menos desolador. No obstante, quizá por el carácter campechano de los paisanos y por lo habituados que están a los incendios, el marido de Feli le restaba importancia a la situación. No hay más remedio que seguir y actuaba como si tampoco le hubiera sorprendido demasiado el siniestro.
«Lo veíamos venir. Llevaban intentándolo varios días antes y al final, lo han conseguido», verbalizaban entre ellos los dos únicos vecinos de Villarino, una pedanía de Truchas que, con sus nueve vecinos en verano, fueron desalojados también a consecuencia del incendio. Félix Martínez y Benjamín Martínez se mostraban ensimismados en sus reflexiones conjuntas mirando al frente del valle de La Cabrera. Ante ellos, solo el negro. Y dentro de sí, la resignación: «que sea lo que Dios quiera», se decían, como habiendo perdido cualquier atisbo de esperanza ante este tipo de situaciones.
Y es que, al parecer, en la zona, los incendios de La Cabrera ya son un clásico del verano. Los brigadistas reconocen que es uno de los lugares a los que, al inicio de cada campaña, saben que tendrán que acudir. Los vecinos comentan que existe mucha impunidad y empiezan a mostrarse hartos de vivir siempre lo mismo. En la búsqueda de los motivos que llevan a provocar este desastre, ellos hablan de quema de pastos, de despistes o de actuaciones deliberadas y conscientes de «locos y pirómanos», como les calificaba Domingo Vocero, que con sus setenta años fue uno de los pocos vecinos de Santa Eulalia que se resignó a abandonar su casa cuando fueron evacuados. «Yo no tuve miedo –explica–. Sé por los fuegos que he visto, donde está el peligro». De la misma manera, tiene claro cómo resolvería este tipo de siniestros: «Lo que tenían que hacer, porque esto tiene delito, es que no salieran de la cárcel nunca más; ponerles a la sombra y darles poco de comer porque si les matan ya no sufren ni padecen, aunque eso les da igual a esta gente».
El efecto de las llamas: algunos detalles antes y después del fuego
Como este, el 90% de los incendios que ocurren en España son intencionados y la resolución de los mismos sigue siendo la gran asignatura pendiente. En la zona afectada por el de Losadilla hay quien dice que se sabe quién es el responsable pero nadie se atreve a denunciarle. La Guardia Civil ya ha abierto una investigación y los vecinos confían en que se depuren responsabilidades. De hecho, el próximo sábado, 2 de septiembre, saldrán juntos a la calle en una manifestación convocada en Encinedo para visualizar su indignación.
Serán pocos los vecinos del pueblo, lo tienen asumido, pero se niegan a la resignación. Quizá entonces, levantándose en armas recuperen la esperanza que, posiblemente dentro de un año y con un poco de suerte, les conceda empezar a ver sonreír de nuevo a una zona, hoy quemada, pero de fácil resurrección.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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