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El reloj no había marcado todavía las diez de la mañana y José Carlos García, el jefe de Extinción de León, que dirigía a los efectivos desde el puesto de mando avanzado ubicado en Truchas, ya se había repasado ene veces el mapa de ... la comarca de La Cabrera. Se trata de una zona de roca, monte bajo y pizarra que parece absorbente hacia adentro desde el mismo momento en el que pones un pie en ella. La orografía es muy cerrada y da la sensación de que todo gira en torno a una sucesión de círculos concéntricos que tienden hacia el centro de la tierra. Es como entrar en un camino sin retorno. Trabajar en una zona así, y más en la extinción de un incendio «tan fuerte y virulento» como está siendo el que, desde hace seis días hace arder esta zona, no es nada fácil. Aún así, la tranquilidad entre los efectivos que luchan contra las llamas es admirable. Es el reflejo de la profesionalidad de un colectivo acostumbrado a laborar en situaciones extremas que, a pesar de ello, les permite controlar la tensión que eso genera.
«El día ha empezado bien pero a partir del mediodía el viento seco nos puede dar problemas en la zona norte», analizaba José Carlos que ya había empezado a desplazar efectivos hacia ese área aunque otros medios aéreos se encargaban de la vigilancia activa en gran parte del perímetro del incendio que se sitúa ya en los 55 kilómetros. La superficie quemada supera las 8.000 hectáreas y el 80% de ella es pasto, lo que hace que el fuego se propague muy rápido. Sobre el terreno, la comarca estaba sembrada de vehículos verdes y rojos, principalmente en los bordes del fuego puesto que se trata de «la zona más conflictiva». Estaban estratégicamente ubicados sobre los puntos «más delicados» por si tuvieran que empezar a actuar.
Dos horas después, el jefe de Extinciones abandonaba el centro de mando para desplazarse hasta Santa Eulalia de Cabrera. Allí, dos cuadrillas habían ejecutado la orden que acababa de tomar: hacer una quema de ensanche (un incendio controlado) a escasos metros del pueblo y con la intención de «ensanchar el camino de cuatro metros» que separaba la ladera del fuego de la otra en la que se encontraban las casas. Con esta medida trató de evitar que el frente de las llamas que amenazaba, todavía a mucha distancia, el pueblo, consiguiera su objetivo. Los operarios, portando únicamente palas y mochilas de agua, procedieron a la operación.
Al ver que los brigadistas de tierra prendían los piornos, custodiando en una cadena (al principio poco ordenada) para controlar la falda sur, en el pueblo, se desató la tensión. Los vecinos empezaron a subir a la zona alta cargados con cubos y llenos de nervios. «Lo habéis hecho con el viento en contra y se nos van a quemar las casas», les reprochaban lógicamente nerviosos mientras se giraban para señalar sus viviendas, ubicadas a pocos metros de allí. Subían y bajaban la ladera, con impotencia, mirando hacia el pueblo. A lo lejos, desde la iglesia, recibían la mirada de los pocos que no habían podido subir. Y a modo de desahogo volvían a reprochar a los operarios la actuación que acababan de emprender.«Estamos protegiendo el pueblo, no lo estamos quemando», le respondió uno de los chavales tras pedirles, en varias ocasiones, que fueran poco a poco descendiendo en el camino para evitar que les llegaran las llamas que iban provocando. «Seréis responsables de lo que le ocurra al pueblo», les amenazaban los habitantes de la localidad mientras se acercaban a un pequeño tubo al que llegaba el agua de la reguera local. Llenando los recipientes corrían hasta donde estaban los brigadistas (cerca de medio centenar, que tuvieron que sofocar algún conato que había pasado el control que habían creado) y allí vertían el líquido. «Si quieren refrescar, echen el agua a este otro lado», les indicó uno de los jóvenes operarios señalando la zona más próxima a las casas. Los vecinos –no más de media docena– se organizaron en cuestión de segundos y crearon una cadena de trabajo para afrontar la labor. Después los helicópteros, hasta tres sobrevolaron prácticamente a la vez, completaban el enfriamiento del terreno para proteger las viviendas. Fue entonces cuando apareció una patrulla de la Guardia Civil. En ocasiones, más que apaciguar, tensionaron un poco, pero consiguieron finalmente que los vecinos (mucho más tranquilos ya al sentirse útiles y comprobar que el peligro para sus casas había pasado), retrocedieran en el espacio y volvieran al camino. Lo peor ya había pasado y la tormenta les hizo recapacitar.
«Es normal que los vecinos se pongan así –reconocía a última hora de la tarde uno de los brigadistas– pero después nos han dado las gracias. Sé que extraña que se apague un fuego con otro, pero en uno como este, es la única solución». Y es que el incendio, que lleva seis días activo, todavía no ha sido oficialmente controlado. La Junta habla de «estabilizado» y, según el jefe de Extinciones, de vuelta ya la puesto de mando, la situación ha ido poco a poco mejorando y se mostraba confiado de no tardar mucho en darlo por controlado. Los vecinos de Santa Eulalia, después de unos cuantos días, anoche por fin pudieron dormir. El incendio bajó a nivel 1.
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