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Sófocles sigue dando qué pensar. Los mitos clásicos vuelven una y otra vez porque fascina su capacidad de concentrar crímenes y pasiones. Hace treinta años que 'Edipo' asoma en la mesa de Angela Schanelec hasta que se lanzó a escribir un guion que lo abordase. ... Resultado: 'Música', su última película, a concurso en la Sección Oficial de la 68 Seminci.
De cámara lenta, de planos largos, de figuras equívocas que lo mismo pueden estar abrazándose que esposando uno al otro, la directora marca sus coordenadas desde el inicio. No hay apenas palabras, disemina una serie de imágenes e ideas que el espectador tiene que montar como un puzzle para unir las líneas de puntos que sugieren el relato.
La Grecia actual es el escenario donde transcurre esta revisión del mito que protagonizan Jon (Edipo), Iro (Yocasta) y Lucian (Layo). El filme comienza con un muerto y un recién nacido. La amante/madre es carcelera en el centro penitenciario donde va a parar Jon, tras cometer un asesinato. Será mucho más tarde cuando Iro descubra la familiaridad que le une a quien será su amante y padre de su hija.
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Schanelec fue también actriz y no parece exigirles demasiada mudanza expresiva a sus intérpretes que lucen un hieratismo de la época arcaica. La cosecha de granadas se recoge con la misma expresión que se recibe un ataúd o que se lleva a la hija al colegio. La necesidad de buscar conexiones entre unas imágenes y otras, de encontrar explicación a su sucesión mantiene la tensión del espectador ante unos paisajes desnudos, bonitos, deshabitados, en los que se mueve el trío protagonista con la inquietante inmensidad del mar como punto de fuga.
El otro, el de la música que da título a la cinta y que suena en cinco ocasiones con los actores como transmisores de la misma. La primera entrega son fragmentos de música vocal antigua de Pergolessi, Scarlatti, Monteverdi. Iro cuelga en la pared de la celda la 'playlist' que cantará Jon con su pertinente tesitura de contratenor. Habrá otros momentos de música, de descanso para el espectador, ligera concesión al placer en el cine espartano de Schanelec.
La vida, la muerte y el amor son los grandes temas que aborda la ganadora del Oso de Plata de Berlín con 'Estaba en casa, pero...'. Cine para espectadores inteligentes, dicen los programadores, cine hermético, dice buena parte del público. Si la forma no sirve para entender el fondo ¿qué sentido tiene?
Mientras Europa recrea mitos y novelas con endogamia continental, desde Túnez llega 'Las cuatro hijas', de Kaouther Ben Hania. Película basada en hechos reales, la directora soslaya el enfoque documental narrando los hechos como si fuera la preparación de la cinta que está rodando. Así conviven personajes reales, la madre y las dos hermanas pequeñas, con la actriz que encarnará a la progenitora en los momentos más dramáticos y con las intérpretes de las dos hermanas desparecidas.
Olfa sacó adelante a sus cuatro hijas tras el abandono del padre. Es una mujer fuerte, buena, poco ilustrada que replica la educación represiva, religiosa y violenta recibida. Tras la revolución de 2011 hay una vuelta al hiyab y el nijab, a que las mujeres salgan tapadas en el Túnez más abierto de su historia. Bajo las túnicas se mueven los tentáculos del ISISque está captando soldados para el futuro Estado Islámico. Las dos hermanas mayores acaban alistándose en Libia. Un atentado las llevará a la cárcel. Olfa hace pública su acusación al estado tunecino que no ha hecho nada para evitar que los jóvenes se radicalicen ni impide que sus otras dos niñas sigan el mismo camino.
Kaouther Ben Hania compone una película de rostros y testimonios en los que alterna ensayos con tomas reales, indicaciones y de los personajes reales a las intérpretes y toda una dialéctica entre ellas. Olfa reconoce el tabú del cuerpo, la violencia de sus reacciones (entrenó de pequeña para defender a su madre para lo que se vestía de niño) y el insobornable amor por sus hijas.
Película diván, ellas hablan, como si estuvieran en el psiquiatra, de traumas –abandono de su padre, abusos del segundo amante de la madre–, de olvidos imposibles –una de ellas no puede ni nombras a las dos ausentes– y de perdón. Disculpan a su madre, saben de su buena voluntad, y se rebelan contra el determinismo que ha impedido cualquier avance de las mujeres en su país. En cuatro hijas de la misma familia, de la misma generación, la mitad abre una ventana a un futuro esperanzador mientras la otra mitad cumple pena de cárcel por la quimera de un estado que no las quiere como ciudadanas sino como sirvientas.
Cerró la jornada Marco Bellocchio con 'El rapto', película que rueda en la Italia del XIX para contar la historia de Edgardo Mortara, un niño judío separado de su familia en Bolonia, en 1858. La Inquisición lo manda secuestrar porque había sido bautizado clandestinamente, por lo tanto debía ser educado en la religión cristiana. La lucha de la comunidad hebrea en Roma por recuperarlo centra la infancia del infante. Su padre iniciará una batalla legal estéril que satisface a las autoridades judías pero que no le devuelve a su hijo.
Edgardo terminará por ordenarse sacerdote aunque pase su vida en el dilema entre la obediencia al Papa y el deseo de derrocarle. El controvertido mandato de Pío IX es el marco en el que suceden los hechos referidos.
El interior de iglesias y seminarios, de las casas y las dependencias papales acogen la mayor arte de la acción. Bellocchio registra también la Roma nocturna, el puente y el Castillo de Sant Angelo iluminados como si fueran el faro espiritual a derribar por los revolucionarios, el paseo por el Tíber. Contrasta la espiritualidad íntima de la familia judía con la solemnidad vaticana subrayada por una efectista banda sonora con ecos de Carl Orff. Película histórica, una rareza hoy, de sólida factura y eficaz resultado.
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