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Convertir la sala de cine en una sesión de meditación es la idea que persigue Lois Patiño con 'Samsara'. El ciclo de la vida puede contarse en imágenes sin aparente guion, deleitándose en el paisaje, en los colores, en los sonidos de la selva y ... el mar, en la tez de los actores que no parecen serlo. Ese camino termina en la muerte. Cómo la afrontan diferentes comunidades es el resorte que mueve al director gallego a indagar en su tercer largo.
Elige dos destinos y dos respuestas, Laos y el budismo y Zanzíbar y el islam. En el país del sudeste asiático la cámara se deja seducir por las túnicas naranjas de los monjes, por la vida en un monasterio. Cerca de allí, un joven visita todos los días a Mon, una anciana en su lecho de muerte para leerle el 'Libro de los muertos', la preparación para iniciar el viaje último. Con la naturalidad de quien ha hecho las maletas hace tiempo, Mon se despide de todo lo que la rodea y espera tranquila el momento.
Patiño sobrepone unas imágenes a otras en momentos de relajo, de convivencia del consciente y el inconsciente. La realidad se desdibuja y los sueños, la emociones se mezclan con ella. Los sonidos de la selva se mezclan con los de la vida humana, sus instrumentos, su murmullo, su vida. Y cuando se anuncia la barca de Caronte, cuando comienza la marcha al destino incierto, entonces pide el director al público que cierre los ojos. La pantalla se funde en negro y entrega la película que no habla por la pantalla a la banda sonora, más etnográfica que musical.
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Entre dos largos versos alejandrinos hace cesura este poeta de la imagen. Es difícil meditar cuando el patio de butacas está lleno de ojos expectantes, pedirles que se cierren durante casi diez minutos es un ejercicio de renuncia demasiado prolongado para quienes tienen hambre de cine. Porque Patiño querrá experimentar con el silencio visual, pero el público quiere llenar sus retinas no vaciarlas. Del parón se sale con parpadeos en colores fuertes un poco violentos.
La siguiente parada es Zanzíbar, rodeada de las turquesas aguas del Índico ofrece sugerentes contrastes entre la arena blanca y el azul de los uniformes escolares. Allí será una niña la que protagonice este guion que se adentra en la muerte vista por los musulmanes. La relación de la familia con el paisaje es más productiva que contemplativa. De nuevo la plasticidad de las telas al viento, la textura de las pieles, la sensualidad de las algas y los peces atrapan la atención de Patiño. El placer estético es innegable aunque los vaivenes de lo espiritual a lo mundano, de lo explícito a lo implícito despistan un poco la intención contemplativa. Quizá sea demasiado pedir al público de 2023 que vea cine con los ojos cerrados.
Tras la denuncia del maltrato a los inmigrantes en 'Green Border' de Agnieszka Holland, 'Sala de profesores' es la segunda película de la Sección Oficial que expone un problema contemporáneo desde el crudo realismo. Ilker Çatak se basa en experiencias de su tiempo escolar para armar el guion de 'Sala de profesores'.
Carla se estrena como maestra en un colegio que sufre varios robos. En seguida muestra su desacuerdo con la manera de atajar el problema por parte de sus colegas. Mientras la sala de profesores se encastilla criminalizando a los chavales, ella se desmarca rechazando las medidas coercitivas. Sin embargo, un episodio con la madre de uno de ellos se volverá contra Carla que terminará por ser la diana de todos.
Çatak va elevando el tono de la confrontación, implicando cada vez a más miembros de la comunidad, aumentando la tensión hasta que el colegio se convierte en un polvorín. Logra la complicidad de sus jóvenes actores y una brillante interpretación de la contenida Carla que compone Leonie Benesch, Carla. Con todos sus errores de cálculo, será la única que se siente a la altura de los alumnos, en el pupitre contiguo. Una acertada película sobre el comportamiento humano en la laboratorio escolar.
Hay directores que conciben películas como si fueran la última que pueden rodar y bajo esa presión emanan a borbotones sus ideas. Ese parece ser el caso de Bertrand Bonello en 'The Beast', basada en un cuento de Henry James de apenas sesenta páginas que a él le da para 146 minutos de metraje. Algunos asientos fueron abandonados prematuramente, preferirían el original.
'La bestia en la jungla' es el relato del que parte: un hombre confía a su amiga que vive bajo la intuición de gran temor. Pasan los años y cuando ella está a punto de morir le confiesa que conoce la naturaleza de su miedo y que pronto él lo descubrirá. Efectivamente, la ausencia de ella le mostrará que su incapacidad para amar ha convertido en estéril su vida. Bonello lleva el despecho y el amor, la confianza y el miedo a tres momentos cronológicos poniendo al hombre y la mujer en ambos papeles. Primero será Léa Seidoux, que se entrega a la fantasía del director, la que seduce a George MacKay, quien cae rendido. Luego cambiarán los papeles para terminar en una distopía que transcurre en 2044 con una Léa deseante de encontrar a su amor. Para entonces la inteligencia artificial borra de los humanos cualquier desvío sentimental con el fin de evitar el sufrimiento. Bonello, músico antes que cineasta, maneja bien la banda sonora. La primera Gabrielle (Léa) es pianista, practica con Schönberg, ese compositor difícil «porque cuesta encontrarle la emoción». Música de los sesenta, setenta y ochenta para ambientar cada salto y una canción que siempre hace llorar aGabrielle, 'Evergreen love'. 'The Beast' propone una cuestión eterna –«¿qué es más fuerte el miedo o el amor?»–, con unos actores espléndidos en un metraje y una ambición narrativa excesivos.
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