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Hay un hombre en Escocia que visita los cementerios como quien va a la biblioteca. Recorre las tumbas como si fueran anaqueles. Revisa las lápidas del modo en el que otros se fijan en la portada de un libro o leen la sinopsis de detrás. «Hay losas que están llenas de historias», dice.
Y al igual que ocurre en las librerías, los cementerios no dejan de renovarse, de «recibir nuevos títulos». Ese hombre es Peter Ross, periodista 'freelance' y autor de 'Una tumba con vistas', un recorrido por los enterramientos más curiosos de Gran Bretaña. Sus excursiones por camposantos («me gustan hasta los huesos») y las historias allí descubiertas forman parte de 'Una tumba con vistas', un libro editado por Capitán Swing que rinde homenaje a esos espacios en los que acaban «héroes y villanos, inventores y actores, personas que una vez vivieron, rieron, amaron y lloraron».
Una tumba con vistas. Peter Ross.
Capitán Swing. 344 páginas. 23 euros.
El cementerio como destino final. Y en un momento en el que cada vez reciben menos visitas –suben las incineraciones, baja el apego, salvo en fechas muy concretas como este 1 de noviembre– Ross reivindica estos espacios de paz e historias por descubrir o desvelar. Su fascinación despegó en la infancia, cuando pasaba los veranos con sus abuelos en Stirling, una ciudad que ronda los 38.000 habitantes en el centro de Escocia. Cuenta que le gustaba subirse a un alto (la Roca de las Damas) y desde allí, con una bolsa de chuches en la mano, contemplar el paisaje de tumbas que se extendían a sus pies. Y entre todas ellas, buscaba las que podían tener una historia curiosa detrás.
De esta pasión de mármol y tierra nace este libro sobre enterramientos curiosos en Gran Bretaña. Una colección de sus tumbas preferidas en la que, por ejemplo, está la de Hannah Twynnow (enterrada en la abadía de Malmesbury, en Wiltshire), la primera persona en Inglaterra que murió devorada por un tigre. Ocurrió el 23 de octubre de 1703. Tenía 33 años y trabajaba en una posada, la Old White Lion.
Cuentan que aquel otoño un circo ambulante se asentó en los alrededores y usaban el patio de la posada como improvisado campamento. Hannah estuvo varios días, cada vez que pasaba por allí, repiqueteando la jaula de las fieras con un palo, con la sola intención de molestar al tigre. Pero un día, la cerradura no estaba echada y el felino se tomó la revancha. También recuerda Ross el caso de John Taylor, un minero escocés del pueblo de Leadhills que fue enterrado en 1770 a la edad de 137 años. Los lugareños cuentan que la inscripción de la lápida en realidad es un error, que John nunca llegó a los 137 años, qué locura, sino que murió con 133.
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O la tumba de Phoebe Hessel, nacida en 1713 y quien durante años sirvió como soldado raso del quinto regimiento de infantería, a las órdenes del duque de Cumberland. Cuando llamaron a su novio a filas, ella se disfrazó de hombre y le acompañó, para combatir durante años, en las Indias occidentales.
En su repaso, el escritor anota el inicio de los cementerios jardín, que comenzaron con el de Kensal Green, a mediados del siglo XIX en Londres.En aquella época, la capital de Inglaterra, con dos millones de habitantes, tuvo que afrontar una durísima epidemia de cólera. El cirujano y boticario George Alfred Walker dijo, en 1839, que «el aire apestoso que emanaba de los camposantos superpoblados estaba causando enfermedades y fallecimientos entre los que vivían, trabajaban y paseaban en las inmediaciones».
Walter creó una entidad para sacar los cementerios de las ciudades, promover enterramientos más profundos y diseñar cementerios con caminos flanqueados por árboles y capillas. «Que la pena de visitar una tumba pueda aliviarse con un paseo placentero», defendía. En 1843 allí se inhumó al duque de Sussex, sexto hijo de Jorge III, y el cementerio jardín se puso de moda entre los integrantes de la alta sociedad londinense.
Si el cementerio es «una biblioteca llena de historias», los hay con anécdotas ciertamente literarias. Una joven escritora llamada J. K.Rowling escribió varios pasajes de su saga Harry Potter en Elephant House, un café con vistas al cementerio de Greyfriars, en Edimburgo.
Allí está la tumba de un caballero fallecido en 1806, a los 72 años, llamado Thomas Riddle. Dicen que la escritora robó el nombre de la tumba para bautizar al malo de sus libros (Lord Voldermot). Y otro malo, el profesor Moriarty nació de un paseo de Conan Doyle por el cementerio de Highgate (donde están enterrados George Eliot o Karl Marx).
También están las tumbas de seres bondadosos, como la de Bobby, tal vez la más famosa del cementerio de Greyfriars. En 1856, un hombre llamado John Gray compró un cachorro de skye terrier al que llamó Bobby. Gray murió en 1858 y durante catorce años, Bobby durmió junto a su tumba, hasta que el perro murió en 1872. Se convirtió en una celebridad local y hoy tiene su propio enterramiento cerca del de su amo.
Hay cementerios curiosos, como el de Crossbones, donde en el medievo se enterraba a las prostitutas y que fue descubierto en 1992 durante las obras de ampliación de la línea Jubilee del metro de Londres.
Y tumbas recientes con detalles para soportar mejor el dolor. Es lo que hicieron Zoe y Gavin, padres de Sonny Anderson, un niño que murió de cáncer en el año 2011. Para recordar mejor a su pequeño, decidieron incrustar en la lápida varias piezas de Lego, su juguete preferido.
Fue una forma de diferenciar el enterramiento porque, como escribió H. G. Wells (el autor de 'La guerra de los mundos'), después de un paseo por el cementerio de Highgate, no hay nada más triste en un cementerio que la uniformidad de urnas, cruces y ángeles. «Se puede ir de una punta a otra de este cementerio y no encontrar apenas nada bello, adecuado o tierno». Por eso, tanto él como Peter Ross destacan en este libro esas tumbas especiales que recuerdan que, quien ahí descansa, fue también un ser humano especial.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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