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Un Galdós anciano y casi ciego palpa con sus manos la escultura que el joven artista palentino Victorio Macho le muestra, con el alma en suspenso, en espera de veredicto. Aunque ya ha llamado la atención de la crítica por obras como el sepulcro del ... doctor Llorente, erigida hace poco más de un año, éste es su primer trabajo de verdad importante. Por su monumentalidad (más de dos metros de alto y de largo) y por la relevancia de la figura retratada. Pero la verdad es que tan sólo el gran afecto que siente hacia aquel a quien no duda en llamar 'abuelo', y al que admira profundamente, como tantos otros en España, le ha animado a dar tan vertiginoso paso. «¡Magnifica, amigo Macho! ¡Y cómo se parece a mí!» es la cálida y tranquilizadora respuesta del escritor. Un veredicto que será compartido luego por todos los que contemplen su obra en el parque del Retiro, donde todavía puede disfrutarse. El monumento a Pérez Galdós lanzará a la fama al escultor castellano, generalmente considerado como un renovador y un precursor de la escultura moderna, pero sin abandonar la figuración, ni renunciar a un elegante clasicismo.
El monumento de Victorio Macho a Pérez Galdós se inaugurará en enero de 1919 y es sobrio y rotundo. Su carácter innovador se percibe en el modo tan íntimamente doméstico como se retrata al novelista: sentado sobre un sillón y con las piernas cubiertas por una manta. Pero también en la ausencia de elementos alegóricos, tan habituales en la escultura de la época, con los que se hacía alusión a la actividad del retratado, o a algún aspecto de su obra. La crítica del momento no dejó de apreciarlo. En un comentario al boceto en barro del monumento, el escritor y periodista José García Mercadal afirma: «El boceto es admirable. Se ha huido en él de toda ridícula representación de motivos, pues don Benito tiene valor propio bastante para que sea preciso rodearle de alegorías». Así, ni musas, ni libros, ni referencias históricas, ni plumas, ni papel adornan la obra. Sólo el hombre. Retratado en su solemne humanidad. Y en su dignísima vejez.
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No es de extrañar que el retrato conmoviera a aquel que había dado tantas muestras de observación y de penetración de todo lo humano. Ese día sus ojos enfermos apenas le dejaron ver (verse) pero su aguda intuición y el despliegue de los demás sentidos le permitieron constatar que el escultor palentino le había hecho justicia, como él siempre intentó hacer con sus personajes. «La mejor demostración de cariño que yo le puedo hacer es que su estatua sea una obra de arte digna de usted», dejó escrito Macho en una carta. Eso y el carácter desinteresado de la empresa, pues el palentino no cobró ni una peseta por su trabajo. Una recaudación popular de fondos pagó los costes materiales de la obra, pero no su talento ni su tiempo.
La amistad entre el escultor que llegaba y el escritor que empezaba a irse se había iniciado cuatro años antes, en 1914, cuando ambos se conocieron en Santander. Allí Victorio Macho afrontó una primera escultura de Galdós, un busto, que puede considerarse como un anticipo de la obra del Parque del Retiro. Esa primera aproximación ya fue calificada como «admirable» por el retratado, quien propició la difusión de la imagen del busto por España a través de la portada de la revista La Esfera.
El artista del Cristo del Otero, y de los monumentos a Jacinto Benavente, Berruguete y Menéndez Pelayo, entre otros, evocará con ternura en sus memorias esa amistad intergeneracional, que entonces empezaba a nacer: «Volví a ver al glorioso anciano, quien me cobró sincero cariño y a quien pagué con una fidelidad de mastín castellano metamorfoseado en artista. Fue tan generoso y paternal conmigo que, si no aparecía por su hotel, redactaba a su criado una breve epístola diciéndome: Amigo Macho, tenemos mucho de qué hablar». De la mano de esa amistad, Victorio Macho se instalará en Madrid, en un estudio situado en la plaza de las Vistillas. Desde allí se dirigía a la casa del escritor en la calle Hilarión Eslava, donde era recibido por Galdós sentado en un butacón y con las piernas cubiertas por una manta, tal y como luego lo inmortalizaría en El Retiro. En un ventanal de vidrieras emplomadas de la estancia podía leerse el lema 'Ars, Natura, Véritas' (Arte, Naturaleza, Verdad) que se incorporará también como inscripción en el monumento.
Un lema que define bien la filosofía creadora de Pérez Galdós, a caballo entre el realismo y el naturalismo, pero siempre preocupado por el conocimiento riguroso de la realidad en todas sus facetas. El autor de los 'Episodios Nacionales' realizó un verdadero trabajo de investigación histórica para cada una de sus novelas, basado no sólo en la documentación, sino en la busca de testimonios de supervivientes que pudieran aportar conocimiento de primera mano de los acontecimientos retratados. A todo ello unía una exploración personal de los espacios físicos, los lugares y las gentes en los que trascurrieron los sucesos, lo que le permitió pintar con todo ello unos frescos históricos vibrantes y vigorosamente vivos. Todo afrontado desde una versión rica y detallista de la verdad, que no desprecia la importancia de las distintas formas de hablar, o la información que facilitan las vestimentas y el mobiliario. En 'Fortunata y Jacinta' gastó muchas páginas en realizar una crónica del comercio de la época, documentada y basada en datos reales, que proporcionaba el contexto del que emergía la historia. Una vocación realista que le llevaría a sintonizar con Clarín y con Emilia Pardo Bazán, con la que, además, viviría una relación sentimental.
En los años de su amistad con Victorio Macho, los años últimos de su vida, Benito Pérez Galdós era ya un hombre sobradamente curtido en el conocimiento del mundo y de las gentes. Y se enfrentaba, si no lo había hecho ya antes, a la dramática paradoja de las grandes figuras cuando se acercan a su final: el inmenso abismo que separa el calor del reconocimiento público, con sus vivas y sus aplausos, de la frialdad de la soledad privada.
De esa soledad dejó constancia el escritor José Ortega y Munilla (hijo del vallisoletano José Ortega Zapata y padre, a su vez, de José Ortega y Gasset) tras una visita al autor de los 'Episodios Nacionales'. «Le agradezco a usted mucho, querido Ortega, su visita, porque aquí no viene casi nadie. Esto es una tumba». recuerda el periodista que le dijo el autor de 'Tristana'.
Ese mismo año Galdós estrenó su obra teatral 'Santa Juana de Castilla', dedicada a la desdichada hija de Isabel la Católica (y madre de Carlos I) que pasaría a la historia como Juana la Loca. Como en tantas otras ocasiones, con otros episodios de sus novelas, su propia soledad le serviría seguramente de materia prima de partida para evocar la que debió sufrir quien pasó buena parte de su vida recluida en una casona de Tordesillas.
El interés de Galdós por este periodo de la historia de España, tan alejado del siglo XIX con el que habitualmente se le identifica, venía de atrás. De hecho, años antes, en 1910, protagonizó un mitin político en Valladolid, en el Gran Frontón Fiesta Alegre, coincidiendo con el estreno en el Teatro Calderón de su obra 'Casandra', y no perdió ocasión de mencionar a los Comuneros. Allí se leyó una carta suya –la crónica de El Norte de la época da a entender que no llegó a participar personalmente en el acto– en la que abogó por la unidad de republicanos y socialistas –que era su convicción política de entonces– y animó a los castellanos a luchar por el cambio democrático «con un valor indomable y una abnegación sin límites». En su libro 'Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso', Francisco Cánovas Sánchez evoca este momento y reproduce la apelación que en aquel discurso se hacía al ejemplo comunero: «Sepan nuestros enemigos que no venimos hoy a llorar la muerte de los comuneros. Venimos a cantar su redención. ¡Revivid comuneros de Castilla!».
El libro de Cánovas documenta ampliamente esa faceta política del escritor, que se mueve desde el liberalismo de Sagasta hasta posiciones republicanas próximas al socialismo de Pablo Iglesias para moderarse después, pero siempre desde convicciones democráticas y patrióticas desdeñosas de los 'cantonalismos' así como de los radicalismos «de derecha y de izquierda».
En su vida, como en su obra, hizo gala de una gran capacidad para la verdadera tolerancia, que es solamente aquella que se basa en el respeto profundo a la humanidad del otro, incluso de aquel a quien se critica o de quien se discrepa. La larguísima y leal amistad que mantuvo con los conservadores José María Pereda y Marcelino Menéndez Pelayo da cuenta de su capacidad para apreciar a los hombres mucho más allá de sus ideas.
A ello hay que añadir su condición de látigo fustigador del pesimismo nacional. En un prólogo para 'La Regenta', Galdós escribe: «Se ha ejercido tanto la crítica negativa en todos los órdenes que hemos llegado a la insana costumbre de creernos un pueblo de estériles, absolutamente inepto para todo». Y reclama un cambio de estrategia «dedicándonos todos, aunque ello parezca extraño, a infundir ánimos al enfermo».
El monumento de El Retiro, y el reconocimiento público que le acompañó, vendrá a resarcir a Galdós de algunos episodios ingratos que había tenido que sufrir en los últimos años. Como la campaña de oposición de una parte de los conservadores contra su candidatura al Premio Nobel en 1912, que se quedó a un paso de conseguir, pese a todo, en un nuevo intento en 1915: Galdós, de hecho, ganó la votación del Comité de Selección, pero no hubo Nobel porque la Academia Sueca decidió suspender la edición de ese año, como había hecho el año anterior, a causa de la Primera Guerra Mundial. La campaña contra Galdós había tenido su precedente en otra similar contra su ingreso en la Real Academia de la Lengua, que finalmente se produjo gracias a la insistencia de sus partidarios, entre ellos el poeta vallisoletano Núñez de Arce. Y no sólo eso, sino que, en el mismo año 1918, tan cerca ya de su fin, el novelista tuvo que ver cómo un artículo suyo sufría la censura del Gobierno –lo que también le ocurrió a Unamuno por causas similares– y era publicado con párrafos en blanco. Esta torpe actuación motivó una viva respuesta popular de contestación y obligó a la rectificación gubernamental.
Pero, sobre todo, el homenaje venía a compensarle, siquiera un poco, de la sensación de profundo declive que avivaban sus problemas de salud y que culminarían en su fallecimiento hace ahora un siglo, en enero del 1920, apenas un año después de inaugurarse el monumento que lo inmortalizó en el Parque del Retiro. «Juntas las manos, cerrados los ojos, el maestro retornaba a los días iniciales y el niño jugaba cerca del lecho del moribundo», escribió Ortega Munilla tras una visita esos meses.
El monumento, como se ha dicho, lanzó también la fama de Macho, que años después realizaría un segundo monumento a Galdós para la ciudad que le vio nacer, Las Palmas de Gran Canaria. El escultor palentino recibió su propio homenaje por la altura de su trabajo y en él aseguró que había sido sólo un intermediario de la gratitud de tantos. «Esta labor mía ha sido una obra inspirada por el amor y la devoción que todos debemos al gran patriarca Galdós, al nunca bastante ponderado…Yo he sido el intérprete, no más, de vuestro sentir, y me emociona pensar que, al rendir tributo al literato glorioso, pobre como Diógenes, ciego como Homero, ingenuo y grande como la raza, la España espiritual se ha elevado a los ojos del mundo».
Cuanto menos esa España espiritual saldó una deuda de gratitud con aquel a quien un nutrido grupo expertos, consultados el año pasado por la revista El Semanal, consideraron el segundo escritor más representativo de la literatura española, sólo superado por Cervantes (y seguido, a distancia, por Delibes). En palabras de Pardo Bazán: «Es el novelista que más España ha puesto en sus ficciones, el que ha profundizado nuestra psicología».
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