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Elvira Pozo (Almagarinos, León, 1942) reconoce que fueron difíciles los primeros años que pasó en Valladolid, recién llegada de su pueblo natal, viuda, con dos hijos internos en centros educativos de Guardo y Astudillo, sin amigas, conocidas, sola en una ciudad que no se lo ... puso fácil. «Cuando llegué, me vine a vivir a una de las zonas más baratas, a Pilarica, y esto entonces era casi peor que el pueblo. Las calles estaban sin asfaltar; el Esgueva, lleno de mierda. Pero había venido a trabajar. Como hacíamos todos entonces. Nos íbamos del pueblo porque allí no había trabajo».
Y Valladolid era una buena opción, dice junto a Sagrario Torres, hoy vecina suya, llegada de Falces, Navarra, nacida en 1949, ejemplo ambas de ese éxodo rural que vació pueblos y llenó ciudades en la segunda mitad del siglo XX, habitantes de estreno en esa Valladolid que se despertaba a diario con más ladrillo y menos huertas alrededor.
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«Después de tantos años estoy muy agusto, muy feliz. Vivo en Valladolid, pero me siento de mi pueblo», dice Elvira, quien todas los veranos, los puentes, las fiestas que sus hijos pueden, se acerca hasta el Alto Bierzo para no perder de vista las raíces ni el acento. «Cuando llegué a Pilarica me llamaban la gallega. Y el deje no se me ha ido, ¿verdad?». Cuando se marchó de Almagarinos hace más de cuarenta años, trescientas personas alimentaban su padrón. Hoy hay 74 empadronados, «aunque vivirán veinte». «Mi marido quedó allí», cuenta. En la mina. Enedino tenía 33 años. Elvira 25. Dos hijos, de 4 años y de 18 meses, «del pequeño el pobre no pudo disfrutar».
«Para picar el carbón usaba unos compresores. Les dieron uno que en vez de aire tenía aceite requemado. Hubo cuatro personas en el accidente. El que se murió fue el mío». Y Elvira, tan joven, huérfana, viuda, con dos hijos pequeños, tuvo que hacerle frente a la vida. «Araba la tierra. Criaba conejos y pollos. Tenía que pedir que me dejaran las vacas. Ayudaba a los vecinos para salir adelante». Cuando los hijos cumplieron diez años, primero Rosa, luego Germán, marcharon internos con una beca a estudiar. Elvira se quedó sola en el pueblo. Y decidió emigrar. A Valladolid.
«Aquí vivía un hermano mío, en la calle Ángel García, pero yo me cogí un piso para mí. Cada uno se tiene que defender. Y cuando terminaron de estudiar, mis hijos se vinieron conmigo. Trabajé por ellos. Limpiando casas. Mi mayor lucha era que me aseguraran. Yo viví la huelga de los mineros, conocía los derechos de los trabajadores. Quería un sueldo para hoy, pero también cotización para el día de mañana. Estuve en una casa, en el edificio donde estaba Simago, en la que trabajaba doce horas. Me tocaba cargar el carbón desde el sótano hasta el piso. Pero a mí el dinero me quemaba porque no estaba asegurada. En cuanto pude, conseguí otra cosa», rememora. «Al final, todo lo que he hecho, marcharme del pueblo, trabajar toda mi vida, ha sido para darle lo mejor a mis hijos», dice.
El deseo de un futuro mejor también empujó a Sagrario a marcharse de su Navarra natal. Es la pequeña de cinco hermanos de una familia con huerta (espérragos, tomates...)y tocinería («mi padres y mis hermanos mataban los cerdos del pueblo y los destazaban»). Sin embargo, la mecanización agraria cada vez hacía más difícil la permanencia allí. El trabajo se desvió hacia una industria conservera en el pueblo, pero que no funcionaba todo el año. Encontrar empleo no era fácil. «Mi hermano mayor, Santos (me sacaba 22 años, mi madre me tuvo a mí con 45),y otros amigos suyos se marcharon a Australia. ¡A la otra punta del mundo! Se enteraron de que allí había trabajo y de que se ganaba mucho dinero. Les fue bien».
«A los dos años, mi hermano José, cuando terminó la mili, también se marchó. Ymi hermana, que se escribía con uno de los amigos que se fueron al principio, no se quiso casar por poderes, y también fue a Australia. Mi madre murió, solo estábamos mi padre y yo. Y en 1967, también fuimos para allí». A Queensland, estado al noreste del país. «Estuve cinco años y medio en Australia. Allí conocí a mi marido.Era amigo de mis hermanos. Tuvo un accidente de tráfico y dijeron: 'Vamos a visitar al palentino' (de Pisón de Castrejón) a ver qué tal se encuentra'. Yo fui con ellos. Le vi guapo. A él le gusté. Yempezamos a salir juntos. Me casé allí. Después de casados, nos marchamos a Nueva Gales del Sur, a trabajar en la recolección de fruta y viñas. Pero mi marido tenía mucha morriña. Bueno, como todos los españoles emigrantes; no he conocido a ninguno que no la tenga. Él ya llevaba allí siete años, tenía ganas de volver a España».
Eligieron Valladolid porque aquí vivía una hermana de su marido, en la calle de la Salud, y ya tenían comprado un piso, adquirido con tiempo desde que decidieron que la aventura australiana terminó. «Vinimos en 1972 con un niño y medio, porque yo estaba embarazada de ocho meses. Fueron 23 días en barco. Un viaje divino, pero no he vuelto a pisar un barco», rememora Sagrario.
«Al principio, Valladolid me pareció muy señorial, muy seca, muy suya. Mi marido trabajó como peón de albañil en la construcción. Yo en la limpieza, en bares, más de veinte años de auxiliar de ayuda a domicilio». Hoy, las dos ya jubiladas, disfrutan de Pilarica, su barrio de adopción. «Como nuestra historia hay muchas, casi todas nuestras vecinas vinieron de fuera, de pueblos, de otras provincias, para buscarse aquí un futuro y una vida mejor. Vivimos en Valladolid, pero no olvidamos nuestra raíces».
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