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Cuando suena el teléfono de Amor González (Portillo, 1965), al otro lado de la línea suele haber malas noticias. Generalmente una esquela. Y entonces ella se prepara, coge un autobús en Pajarillos y atraviesa la ciudad con destino al cementerio de las Contiendas. ... Por el camino piensa. Piensa qué decir. Qué palabras usar para acompañar y consolar. Le da vueltas a cómo romper el silencio cuando el silencio duele tanto. Amor –ama de casa, casada, con tres hijos–, ejerce su servicio religioso en el camposanto. Su voz, una voz de mujer, está encomendada a los responsos, a esa última oración de difuntos que se reza por la persona que ha muerto.
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Víctor Vela
«Cada vez hay menos sacerdotes, se hacen mayores y a veces necesitan ayuda en su misión. No nos metemos en su terreno, pero nuestro servicio religioso está ahí, de apoyo en lo que se necesite, como María ayudó al Señor», dice Amor, mientras pasea por los caminos del cementerio, entre las tumbas de muchos vallisoletanos a los que acompañó en su adiós.
«En ocasiones es mejor no pensar en lo que quieres decir, porque las palabras vienen solas. Si tuviera que usar las mías, posiblemente no diría nada. Cuando estás con las familias, cuando compartes con ellos su dolor, es el Señor quien habla», defiende Amor, desde hace tres años y medio en esta misión. «Complicada». «Tienes que llevar consuelo a una familia, a unos amigos que atraviesan uno de los peores momentos de su vida. No les conoces . No sabes mucho de ellos. Y tienes que acompañarles en una situación tan difícil».
Más ahora, que la pandemia ha robado tantos gestos compartidos. «Echo de menos no poder abrazar, si es que lo necesitan. Con la mascarilla puesta no ves más que sus ojos tristes». El coronavirus ni siquiera es generoso con el último adiós.
«El aforo ahora es de diez personas. Pero durante los meses más duros, en primavera, solo podían estar tres». Un férreo protocolo que ahondó el dolor de muchas familias. «Recuerdo a una mujer de 38 años que murió –no por la covid– cuando las restricciones eran extremas. Estaban los padres, el marido y la hermana, la única hermana de la fallecida. Eran cuatro y la normativa decía que solo podían estar tres. ¿Cómo elegir? ¿Cómo decidir quién tenía que quedarse fuera, solo, esperando? Yo ahí me derrumbé. Fue un momento terrible. Pedí por favor que pudiera hacerse una excepción, solo una. Fueron cinco minutos, muy separados, pero estuvieron los cuatro».
Una tarde no hubo nadie para acompañar al difunto. Falleció en aquellas jornadas de reclusión total. No tenía hijos.Sus sobrinos vivían fuera de la comunidad. Imposible viajar. Y Amor, sola, delante de la tumba, le tributó la despedida. «Yo tengo que rezar por la persona que se va, no por las que se quedan. Las indulgencias son para el difundo, pero las familias también necesitan consuelo». «Hay veces que me piden que les deje leer algo o poner música, una canción que era especial para ellos. ¿No te parecerá mal?, me preguntan. Y no, por supuesto. Les dejo, con toda la paz, que lean, que pongan música, que se despidan».
Son tiempos complicados. De trabajo de más. «Hay días en los que he llegado a tener nueve responsos», cuenta. Y su compañía, dice, es agradecida incluso entre los familiares menos devotos. «Una vez, se me acercaron unas hijas y me dijeron: 'Nosotras no somos muy católicas, nuestra madre no iba a misa, pero sentía mucha devoción por la Virgen delCarmen'. Ella se llamaba así. Y me pidieron que si podía leer una oración de la Virgen del Carmen hacia su madre. Al día siguiente, cuando fueron a recoger las cenizas, vi de nuevo a esas hijas. En su sonrisa encontré agradecimiento. Me gusta pensar que en esos momentos difíciles hay personas que no creían y se vuelven por un momento hacia el Señor».
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