Secciones
Servicios
Destacamos
Aquella noche, el consuelo tenía forma de bolero. Fue hace dos meses. «Cuando un paciente está muy malo, nos gusta pasar varias veces por su habitación. A lo mejor el enfermo está sedado, pero puede que la familia necesite compañía». Eran pareja. Llevaban «muchos años ... casados». El pronóstico no parecía halagüeño y los peores augurios rondaban la cama del hospital Río Hortega. «Estuvimos rezando y bueno, en ocasiones, según el momento, me gusta cantar con ellos. Es una forma de acompañar».
Noticia Relacionada
Víctor Vela
Justi Rodríguez –que presta servicio religioso en la capellanía del hospital– eligió una de sus canciones preferidas: «Toda una vida estaría contigo. No me importa en qué forma ni cómo, ni dónde, pero junto a ti». A la mañana siguiente, minutos antes del desayuno, el hombre falleció. Justi se acercó a la habitación junto al sacerdote para las últimas oraciones. «Y cuando estábamos a punto de marcharnos, la mujer vino hacia mí y me pidió que volviera a cantar para su difundo marido». Justi, de nuevo, se encomendó al bolero: «Toda una vida estaría contigo...».
El recuerdo de aquello deja en el aire un silencio de hormigón. Y entonces, un amago de sonrisa sirve como punto y aparte. «Pero bueno, que a veces son canciones más divertidas. Depende de cómo esté el paciente y de si necesita que lo animen».
Noticia Relacionada
Desde hace poco más de dos años, Justi Rodríguez forma parte del equipo de capellanía del hospital Río Hortega. Allí ellas son mayoría. Está el sacerdote, Javier Castañón, y luego hay tres compañeras que se turnan en guardias (de hasta 24 horas). «Comemos y dormimos en el hospital, pendientes del busca y del teléfono móvil por si nos requieren, desde muy pronto con visitas a las habitaciones de los enfermos que piden comulgar, que quieren o necesitan hablar con nosotros».
Y entonces Justi, seglar, soltera, camina por el hospital con su bata blanca, inmaculada y alba, para compartir situaciones que suelen ser «muy delicadas». «Llevo colgada una cruz al cuello, que se ve muy bien, y muchos me dicen: hermana, ¿de qué congregación eres? Y no, no. Yo de ninguna. Yo voy por libre, les digo. Y de mil amores. Porque me gusta tanto lo que hago que para mí no es un trabajo, es una pastoral. En un hospital, el Señor está vivo y presente. Aunque algunos no lo sepan, lo perciben. El Señor se las arregla para llegar a las personas en los momentos más duros», dice.
Hay uno que Justi jamás podrá olvidar. «Me llamaron de neonatos para bautizar a un niño. Iba a fallecer. Y tenía tan solo un día de vida. Uno. Allí estaban los padres, los abuelos, los tíos de Martín. Un niño precioso. Éramos siete personas. El peor momento que he vivido, porque tienes que intentar consolar lo inconsolable. Una pobre criatura que nació con el cordón umbilical por el cuello. Pasó en unas horas de manos de su madre a las manos de Dios». Después de recibir el bautismo de manos de Justi.
«La muerte forma parte del proceso de la vida. En el hospital, es algo que por desgracia ves muchos días. En el caso de un bebé es más duro. La muerte entra dentro del proceso de la vida y parece algo asumido cuando la persona ya es mayor. Pero el dolor está ahí. Hace unos años perdí a mis padres y me pongo en la situación de la persona que llora por su ser querido. A esos familiares les da igual que tuviera 80 años o 150. Para ellos es una pérdida. Y en ese trance les intentamos ayudar. Con compañía, una oración, a veces desde el silencio, porque todo lo que digas sobra». O un apretón de manos. El coronavirus ha robado muchos de estos gestos de afecto. Los abrazos. Las sonrisas que detrás de una mascarilla no se pueden ver. «Toda esta situación nos deshumaniza».
La pandemia ha obligado además a restringir las visitas al hospital. La soledad se ha instalado en muchas habitaciones. «Las enfermeras y auxiliares tienen que ir muy deprisa, su trabajo les obliga, apenas tienen tiempo para decicarles a las personas, más allá de la atención sanitaria. Por eso nosotros estamos ahí, para, desde el servicio religioso, atender, escuchar, dar cariño y atención. Y a los creyentes, los sacramentos que nos piden. Si están a punto de morir, rezamos con ellos, encomendamos su alma. Si han fallecido, un responso. El sacramento de la unción y la confesión es propio del sacerdote, pero nosotras podemos dar la comunión, tenemos un permiso especial para coger del sagrario las formas ya consagradas. Y como los enfermos no pueden ir a la capilla, vamos por las habitaciones para llevar la comunión a quien lo solicita», cuenta Justi desde uno de los pasillos del Río Hortega, inmersa en este turno «de cariño y compañía».
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.