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Se me cae el alma a los pies, la verdad, cuando veo cómo está mi escuela ahora y se me vienen muchos recuerdos de aquellos años en los que cientos de niños y niñas, porque era una escuela mixta, del barrio pasamos por sus pupitres», ... recuerda con pena José Antonio Gaviero, hoy jubilado e historiador aficionado, quien de pequeño recibió sus primeras clases en el hoy abandonado palacete centenario enclavado en el número 141 del Paseo de Zorrilla, cuyo uso primigenio pudo ser de vivienda al estar situado en mitad de la entonces finca agrícola perteneciente a la pujante familia Luelmo (titular de la denominada 'casa Luelmo'), pero que desde los años treinta del siglo pasado, y hasta mediados los setenta, acogió la escuela nacional de párvulos Gregorio Fernández.
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Después, a partir de 1981 y hasta su abandono definitivo en 2003, mantuvo su uso educativo como sede (cedido por la familia al Ayuntamiento) de la escuela de niños autistas El Corro. El histórico inmueble languidece hoy fruto del saqueo, los incendios, el vandalismo y el paso esporádico (ahora imposible por su avanzado estado de deterioro) de indigentes que dormían bajo sus centenarias tejas de color ocre.
Pero no siempre fue así. La escuela nacional Gregorio Fernández vivió su esplendor en tiempos difíciles. Su apertura se sitúa en torno a los duros años de la Guerra Civil y ya en 1939 se publicó un artículo en El Norte sobre el reparto de juguetes el día de Reyes a sus alumnos de manos de las juventudes falangistas.
La escuela se encontraba entonces al borde de la cañada de Puente Duero (posterior Paseo de Zorrilla), un amplio vial de tierra que acogió al otro lado de la calle dos colegios más, en su caso sí separados para niños y niñas, con nombres de imagineros: Juan de Juni (chicas) y Alonso Berruguete (chicos).
Al frente del parvulario, al menos desde mediados del siglo XX, se encontraba «doña Felicidad Álvarez Puras», que residía en la planta superior de la escuela con su marido y sus tres hijos. «Estuvo allí hasta que cerró y luego dio clases en sus últimos años en el Alonso Berruguete (aún existente hoy)», recuerda con tristeza José Antonio antes de lamentar que la 'maestra', como la llamaba «todo el mundo en el barrio», perdería la vida tiempo después, a los 67 años, al ser atropellada por un camión en un paso de cebra de la cercana calle Mota, una perpendicular a Zorrilla, situada a doscientos metros escasos de la antigua escuela. Ocurrió el 22 de noviembre de 1989.
El legado de la 'maestra' de La Rubia y del parvulario Gregorio Fernández se difuminó con el paso del tiempo. Nada recuerda ya su existencia tras los maltrechos muros del centenario palacete más allá de los espacios de su planta baja, cuya configuración aún muestra su uso escolar. «Arriba vivía la maestra con su familia y abajo teníamos un aula amplia con mesas, encerado, una estufa y un pequeño altar con una Virgen», relata el antiguo alumnos de la escuela.
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J. Sanz
Fuera, en el patio, no había columpios (los que hoy languidecen allí entre las malas hierbas son la herencia de la posterior escuela municipal El Corro). «Había algunos arbolillos, un pequeño huerto y poco más». Allí los niños y niñas del parvulario jugaban al fútbol «y a lo que surgiera». En aquella España de los años sesenta, cuando José Antonio pasó por los pupitres de la escuela, los 'párvulos' aún tomaban la recordada, y denostada, leche en polvo que los americanos donaban al régimen franquista.
«La maestra calentaba un puchero con agua en la estufa y luego echaba la leche en polvo, que venía en sacos grande, como de cemento, de unos 25 kilos, y nos iba llenando los vasos que traíamos de casa antes del recreo», rememora José Antonio antes de recordar cómo en alguna ocasión «se me cayó el vaso porque quemaba mucho y la leche acabó sobre la tarima de madera». En sus últimos años en la escuela, por la que pasaron, entre otros, el exfutbolista Julio Cardeñosa (jugador del Real Valladolid y del Betis y mundialista en 1978), «la leche ya venía en botellistas cuadradas de cristal más modernas».
La escuela nacional Gregorio Fernández cerraría sus puertas a mediados de los años setenta para dar paso poco después al centro municipal El Corro. Su marcha ya a comienzos del siglo XXI sumió el histórico inmueble en el olvido. La parcela, de propiedad privada, estuvo en venta por 688.000 euros hace dos años.
Una cinta policial, atada con un lazo en la reja de acceso al palacete abandonado del número 141 del Paseo de Zorrilla, cierra desde hace algunos días de manera muy tímida el acceso a su amplia parcela de mil metros cuadrados, en la que crecen las malas hierbas y se acumulan viejos sillones, botellas y latas de cerveza y todo tipo de desperdicios. Su puerta lateral, eso sí, aún permanece abierta de par en par a la espera de una futura adquisición que devuelva el inmueble, quizás condenado al derribo, a la vida.
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