Los secretos de la Estación de Autobuses: 15.000 metros cuadrados de decadencia y melancolía
La ciudad, al detalle ·
Casi dos veces más grande que la Plaza Mayor, la terminal vallisoletana reúne las principales características de este tipo de instalaciones: colores grises, rótulos desfasados e inquietantes baños. Pero en este caso cuenta con una peculiaridad; su privilegiada y estratégica ubicación esconde una curiosa historia que se entrelaza con la del ferrocarril
¿Alguien se ha fijado en lo poco agraciadas que son gran parte de las estaciones de autobuses de las ciudades españolas? Vale que existen algunas recientes –afortunadamente– que están ya al nivel de terminal de aeropuerto internacional pero, en general, parece que todas están cortadas por el mismo patrón: edificio sesentero con poco mantenimiento de colores grises, rótulos de 1990 con luces parpadeantes o fundidas, negocios clausurados o con próxima apertura para 2003, lugares para sentarse poco agradables y baños públicos que intentar evitar a toda costa.
Es como si la España que viaja en autobús se hubiera quedado unas décadas atrás. Y os lo digo de primera mano: entrar en una de estas, por ejemplo, en la de Valladolid, es como viajar en el tiempo. Hay algo inquietante a la par que estimulante y melancólico en ese rellano y en el pasillo de dársenas exterior. Pero esto no solo ocurre aquí. Seguro que muchas personas de otras ciudades suscriben estas palabras.
Lo cierto es que la de Pucela podría pasar dentro de ese filtro como una más, y realmente lo es. Desde su inauguración el 1 de septiembre de 1972 se ha convertido en la infraestructura por excelencia de autobuses tanto de la capital vallisoletana como de la propia provincia ya que, además de servir como transporte hacia otros destinos del país y fuera de él, es un punto importante de partida y destino de numerosas ciudades y pueblos.
La propia estación vallisoletana ocupa, igual que en otras muchas otras ciudades, un jugoso solar en lo que ya podríamos hablar de centralidad geográfica. Cierto es que el casco histórico queda al norte, pero cierto también es que Valladolid ha crecido hacia el sur durante los siglos XX y XXI, que son sus años de máxima expansión. Eso deja la actual estación en un lugar privilegiado muy próximo, además, a otras infraestructuras cruciales como la estación ferroviaria hoy llamada Campo Grande.
Pero volviendo al propio edificio de la estación de autobuses, lo primero que llama poderosamente la atención es su tamaño. Es bastante grande si la comparamos con otras similares en ciudades parecidas. Cuando se inauguró, Valladolid tenía por entonces en torno a 240.000 habitantes. Una década más tarde la capital había alcanzado casi su pico histórico con más de 320.000, pero aún así el solar que ocupa la estación no solo es estratégico, es que es enorme: para ponerlo en perspectiva, es el 50% más grande que la propia Plaza Mayor vallisoletana.
La estación es el 50% más grande que la propia Plaza Mayor vallisoletana.
El estadio José Zorrilla alcanza una superficie superior a los 25.000 metros cuadrados, el área de la estación supera con creces los 15.000.
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Ocupa prácticamente toda la gran manzana que forman las calles Puente Colgante, Paseo del Arco de Ladrillo, San José y Gabilondo. Y en este punto es donde encontramos otra de las anomalías, y es que el solar no completa la manzana al uso -entiéndase aprovechando las calles adyacentes- sino que queda encajonada en su interior, teniendo las edificaciones en sus laterales. Y no edificaciones cualesquiera, sino que, curiosamente, varias de ellas son bastante anteriores a la propia estación. Llama la atención una que todos vemos siempre junto a la propia estación: la fábrica de harinas La Rosa, cerrada desde hace ya mucho, luciendo ese ladrillo rojizo de arquitectura industrial castellana y destacando por su escasa altura en comparación al resto de la calle.
Y no es casual que los otros edificios previos de esa zona tienen, todos, esa misma inspiración industrial, de fachadas de ladrillo sencillas y balconadas de antepecho o balcones simples. Es más, ¿no os habéis fijado que cuando entráis por la entrada de buses de las dársenas, las traseras de los edificios que dan al propio patio son muy similares a esos edificios que existen junto a la estación de tren? Pero no solo de la nuestra, también de cualquier otra. Parece razonable pensar que todo eso, teniendo en cuenta la relevancia ferroviaria de la ciudad, se hiciera durante los mismos años, seguramente a finales del siglo XIX o principios del XX.
Y es que para explicar el motivo de estas 'anomalías' es necesario volver precisamente al siglo XIX. Hay que entender que desde esos escasos seis años que Pucela fue la capital de España entre 1601 y 1606 -que nosotros, por supuesto, vendemos como si hubieran sido siglos-, la ciudad no había levantado cabeza en exceso ni destacado por nada especial hasta esta fecha.
Tras ese otro gran prometedor hito, que no cuajó del todo como se planeó un siglo antes, que fue el Canal de Castilla, el elemento que precisamente provocó su rápida obsolescencia y fracaso como alternativa de transporte de mercancías fue al ferrocarril, y su llegada supuso toda una revolución.
Todos sabemos que Castilla era el granero de Europa, o eso me han dicho siempre en el colegio, y todo ese grano había que llevarlo a puerto para su comercialización. Nuestro puerto castellano era, como todos sabemos también, Santander, en su homónima provincia. Además de otros muy importantes también en el norte. Y por cierto que no se enfade nadie, que Cantabria también mola.
Imaginad la obra –que nunca llegó a completarse– de llevar todo el grano a través de pequeñas barcazas en el estrecho margen del Canal de Castilla. No había nada que hacer, la inauguración del ferrocarril echó por tierra el plan de Fernando VI y el Marqués de la Ensenada.
Tras varios años de obras, en 1864 empiezan a circular los primeros trenes que redujeron el viaje a Madrid, que en aquel entonces se realizaba en diligencia: de más de dos días se pasó a unas ocho horas. Suena algo ridículo si lo comparamos con los apenas sesenta minutos que tardamos ahora, pero no hay que dejar de lado que hasta hace menos de veinte años seguíamos tardando tres horas largas -por poner en perspectiva los enormes cambios que hemos vivido-.
En las siguientes décadas la línea se completó hasta Irún y posteriormente otras se fueron añadiendo. Incluso algunas que hoy en día ya no existen, como la Valladolid–Ariza, desapareciendo poco a poco bajo la maleza.
Valladolid no solamente estuvo conectada con otras capitales castellanas y/o leonesas –por entonces– a través de Medina del Campo, sino que desde la propia ciudad partía una línea con destino Medina de Rioseco y otras localidades de las provincias de Palencia, León y Zamora. Se trataba de la línea Compañía de Ferrocarriles Secundarios de Castilla, también llamada Secundarios de Castilla o, como mi padre desde pequeño siempre me ha dicho y me fío de él, el famoso 'tren burra', porque al parecer la velocidad no era una de sus virtudes. Aunque sí servía para transportar tanto grano desde la Tierra de Campos como pasajeros. También fue llamada Ferrocarril de Castilla y llegó a ser el tren de vía estrecha más extenso de España, por entonces con 226 kilómetros. Desde 1884 hasta 1961 pudimos ver locomotoras atravesar la histórica Tierra de Campos. Para finales de los años 50 del siglo XX, la competitividad del transporte por carretera sumado a las obsoletas condiciones de esa línea ferroviaria terminó por clausurarla y desmantelarla definitivamente.
Pero retomando el hilo de por qué esta historia nos viene al caso, sucedía una cosa muy interesante con esta línea ferroviaria y es que no se aproximaba a la ciudad ni por el norte ni por el sur, por donde encontramos las dos actuales salidas ferroviarias, incluida la de Ariza, sino que entraba por el oeste. El tren burra llegaba por la Avenida de Gijón, cruzaba el Puente Mayor, giraba por todo Isabel la Católica, se metía hacia el Paseo de Zorrilla en su encuentro con el Campo Grande, bajaba hasta la calle Gabilondo y accedía a ella hasta ¿dónde? Hasta lo que hoy es la estación de autobuses. Justo y exactamente por el mismo lugar por el que hoy salen los autobuses, discurría el trazado de Secundarios de Castilla.
Las vías continuaban por lo que hoy es la calle de las dársenas de los autobuses, y donde hoy están esos baños un poco turbios entonces existió otra estación ferroviaria llamada Valladolid Campo de Béjar, que era el destino último de los pasajeros que venían desde Tierra de Campos. La vía además continuaba a través de la calle de Recondo y enlazaba con el trazado de la Estación del Norte para el intercambio de mercancías, puerta que hoy en día aún se conserva. Muy próxima a donde está el cada día más deteriorado depósito de locomotoras.
¿Qué buen lugar para poner una fábrica de harina no? –guiño–. Entendiendo y conociendo esta historia todo cobra sentido. La fábrica, las viviendas de los trabajadores ferroviarios en las traseras de la estación en ese estilo arquitectónico industrial y, por supuesto, nuestra actual estación de autobuses y sus anomalías. Al cierre y demolición de la vieja estación Campo de Béjar y sus playas de vías asociadas y la caída en desuso de la fábrica quedó un enorme solar en una ciudad que experimentaba una explosión demográfica en un contexto de consolidación de un nuevo método de transporte que ya estaba desplazando al ferrocarril: el transporte por carretera.
Se aprovechó esta circunstancia para construir lo que hoy es la estación de autobuses. Pero el pasado ferroviario no se borra tan fácilmente. El nuevo solar quedó condicionado a la disposición original de las vías, y así se proyectó, de una forma muy solvente todo sea dicho de paso, el actual edificio. ¿Quizá sigan existiendo las vías debajo del asfalto actual? Si es así es posible que no dentro de mucho lo sepamos, porque una vez más ese amplio terreno se dirige hacia una transformación completa. La futura, y también deseada, nueva estación de autobuses se situará muy próxima a la futura y renovada estación de Campo Grande. Valladolid no para.
No sabemos muy bien que pasará aún con esos más de 15.000 metros cuadrados. Si nos ponemos en las lógicas actuales, lo más sensato y coherente sería proceder a su urbanización e integración en la ciudad, es un lugar estupendo para construir dotaciones o viviendas. Tampoco tenemos que ser ingenuos, un solar así en esa zona tiene sus intereses, también para nosotros, todos los vallisoletanos y vallisoletanas.
Pero creo que ahora quienes no conocierais esta historia podréis compartir algo de esa cierta melancolía que hablaba al principio.
Hace poco volvía en uno de mis viajes de retorno a Valladolid, caminando por esas dársenas y precisamente pensando en todas esas personas que primero bajaron del tren y que ahora descienden del autobús. Cuántos años de historias y de idas y venidas, de encuentros y despedidas. Cuánta historia incluso en un lugar tan vulgar. Cuántas veces habré deseado que demolieran la dichosa estación de autobuses, pero cuántas veces la echaré de menos en el futuro.
Pero no, Valladolid no para, y no debe parar. Si me preguntan, ojalá que la calle Valladolid Campo de Béjar o la plaza de las Dársenas, en el futuro, estén ahí. Ojalá que si aparece la vía cuando piquen el asfalto, se quede ahí para siempre junto a La Rosa transformada.
Si tenéis la oportunidad de coger un autobús en la estación de Valladolid, aprovechad esos minutos sentados esperando, porque casi se puede oír aún la locomotora entrando. Tened cuidado al subir, y nos vemos en la siguiente parada.
Sobre el autor
Antonio Giraldo es geógrafo y urbanista. Es 'influenciador' en redes sociales, donde escribe sobre urbanismo y temas relacionados.
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