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Era un hombre súper cariñoso, la alegría de la huerta. No paraba de hablar y estaba siempre con sus chistes y recitando romances». Así recuerda a Gregorio Gómez Jiménez su hija Mónica, para quien era el «mejor padre del mundo, siempre pendiente de que no nos faltara de nada». Le cuesta mantener la entereza, entrelazar frases y rememorar cómo, en apenas veinte días, el coronavirus le arrebató al «pilar fundamental» de su vida. Goyo, como le conocían en su Montemayor de Pililla natal, tenía 83 años y una «salud de hierro» cuando la covid paralizó su rutina. «No será porque no ha tenido cuidado el hombre, y además era una persona muy sana, preocupándose y cuidándonos a todos», comenta.
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Aún no se cree que no volverá a ver a su progenitor. Que no le hará más esas caricias que ahora tanto añora ni le repetirá aquello de que «para qué haces tantas cachabas, con la cantidad de ellas que hay». No, porque no les dio tiempo a despedirse. Goyo ingresó en el Hospital Clínico de Valladolid una vez pasada la Navidad, y murió allí el 27 de enero. En un principio, ya siendo positivo, le trasladó una ambulancia al centro hospitalario «para hacerle una placa y coserle» –estando confinado en su habitación, se desplomó por un mareo y se hizo una «brecha grandísima»–.
Ese es el pesar que arrastra Mónica. Que ni él ni nadie en la familia se pensaba que la covid-19 podría con este agricultor jubilado. «No le dolía el pecho, ni tenía fiebre ni nada. Por eso es tan incomprensible todo, porque si me dices que se le llevaron malísimo, pero no. Fue al hospital para coserle y hacerle una placa, pero allí ya empeoró todo», lamenta. «Yo creo que él no pensó en ningún momento que se moría, porque me preguntaba que cómo sería el proceso de recuperación. Siempre decía que viviría noventa o noventa y pico años, como su padre –que falleció a los 104–, y así hubiera sido si no hubiera venido este virus porque nunca le he visto enfermo», asevera Mónica, la menor de tres hermanos (Belén y Rubén los otros dos).
Lleva cargada en su mochila la «tristeza» de no guardar su olor. De que dejara plantadas las hortalizas en su huerto con la intención de regresar algún día con su nieto Felipe, de 15 años, a pasar las «horas muertas». «Es muy triste perder a una persona por este virus; no puedes conservar ni su olor en ninguna prenda al tener que desinfectar todas sus cosas».
Incluso estando ya enfermo, aún sin saber que se había contagiado –tenía un dolor en la pierna, que el médico atribuyó a una ciática– su preocupación era saber cómo evolucionaba Mónica. A ella también le atacó la covid, esta vez en marzo. Estuvo 27 días ingresada en el Clínico, pero sus secuelas aún prevalecen.
«Estuve sin poder andar hasta verano, y mentalmente es muy duro, este ha sido un varapalo muy importante», relata Mónica Gómez, al tiempo que admite que «el virus ya nos golpeó en marzo, pero esta vez se ha superado. Algo incomprensible, que provoca rabia; un virus que arranca vidas, destroza familias... No puedes encontrar consuelo para algo como esto». «Me inunda la tristeza;es muy duro despedir en veinte días a un padre», añade.
A Goyo Gómez, lo que más le gustaba era pasar tiempo con su nieto Felipe, su «ojito derecho». «En el hospital, por experiencia, las horas se hacen muy largas y se te pasa de todo por la cabeza. Yo creo que habrá sufrido pensando que podía morirse sin ver crecer a su nieto; siempre decía que, en cuanto cumpliera 16, le compraría una moto», explica.
También solía tomar unos vinos con su «cuadrilla». Enviudó hace veinte años, y trabajó «a destajo, de todo lo que le iba saliendo» para que a sus hijos no les faltara de nada. «Nos quedamos sin madre y éramos jóvenes. Cogió las riendas y sacó adelante a la familia él solo. No tenía problema para crecer y cultivarse en la rama que fuera, era un hombre muy trabajador», concluye.
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