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Estrella Domeque
Sábado, 4 de mayo 2024, 10:40
Cuando apenas tenía nueve o diez años, Juan Francisco tuvo que marcharse de Ermua, localidad en la que había pasado su infancia junto a su familia y poner rumbo a Extremadura. Entonces, aquel niño no entendía muy bien por qué tenía que huir de un ... día para otro de la que había sido su casa para empezar otra vida lejos de allí. Años después, la historia se repite para él y le viene a la mente ese recuerdo, ya como adulto, pero tampoco encuentra explicación. «De la noche a la mañana, mi casa fue una revolución porque teníamos que irnos de Ermua y, como ahora, cerrar la puerta y marcharnos», recuerda semanas después de haber dado otro portazo a su vida.
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Álvaro Muñoz
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Juan Francisco Cuevas abre a Hoy la puerta de su casa en Extremadura, esa en la que tenía pensado vivir en unos años, pero a la que ha llegado antes de lo previsto. Más que una casa es un refugio obligado para huir del que hasta hace apenas unas semanas era su hogar. «Recuerdo las preguntas típicas de niño pequeño: '¿Y por qué?', no entendía nada porque allí era normal ver los chalecos, las armas largas… Era algo con lo que me había criado; pero ahora como adulto me vuelvo a preguntar lo mismo y es peor porque ya no eres un niño», expresa tras un suceso alejado del terrorismo de ETA, pero que igualmente ha cambiado la vida de este Guardia Civil prejubilado por enfermedad y que, tras lo ocurrido, prefiere no desvelar dónde vive ahora.
El 1 de marzo, horas después de salir ardiendo el coche de un compañero, era el suyo al que devoraban las llamas tras el intento fallido de prender fuego al vehículo de un tercer agente de la Benemérita en Mojados. Un suceso que más de dos meses después sigue sin explicación. «No es terrorismo o que vivas en una zona complicada, estamos hablando de un pueblo de Valladolid, ¿cómo puede ocurrir esto? La cabeza no para», cuenta en una vivienda ubicada en un pueblo extremeño donde tanto él como su mujer tratan de recuperar cierta normalidad.
Hijo y hermano de guardias civiles, Juan Francisco ha pasado de dedicar su vida a esta profesión a sentirse dolido, quizás algo más. «No es que te duela, es que te jode», confiesa con impotencia. «Guardia civil se sigue siendo toda la vida, no veo normal y me duele que no me han llamado ni para preocuparse por mí. La Guardia Civil, como institución, no se ha puesto en contacto conmigo, y al menos esperaba una llamada para decirme 'Tranquilo, se está investigando'».
Jubilado hace cuatro años y de baja por enfermedad desde 2015, asegura que su vida en Mojados transcurrió siempre sin problemas desde su llegada en 2005, «como cualquier Guardia Civil de pueblo e incluso tenía mi peña para las fiestas». Residieron durante unos años en el cuartel, antes de trasladarse a la urbanización donde ocurrieron los hechos.
Tocaba comprobar si existía algo que vinculara a los tres agentes; lo hizo la Guardia Civil, pero también ellos. Atrás quedaban muchas actuaciones: violencia de género, robos e, incluso, algún secuestro. «He hecho balance porque, quieras o no, son muchos años y detienes a mucha gente». Sin embargo, nada parece encajar con lo ocurrido. «Lo llevo al extremo porque la cabeza es así, pero no encuentro motivos ni siquiera en los casos más complicados que hemos tenido», concluye sobre su expediente en el que presume de una hoja de servicio «impecable y sin correctivos», incluso, con una cruz con distintivo blanco, además de otros reconocimientos y felicitaciones.
Siete años juntos tienen en común los tres agentes, pero nada que les vincule para un final así. Las preguntas son muchas y la Guardia Civil tampoco encuentra respuestas. «No sabemos qué están haciendo, ni qué línea de investigación siguen», dice al tiempo que sostiene que la Benemérita «tiene medios para investigar esto, pero creo que un equipo de Policía Judicial territorial no es para llevar un caso así». También muestra su enfado por tener que recurrir a la prensa para que se conozca lo ocurrido. «Tres coches de guardias civiles quemados… Y no había trascendido nada».
Todo le parece muy raro, dice, «por eso, tu cabeza no deja de pensar y el problema es que hasta que no se resuelva no podemos pasar página». Así, además de la investigación, relata problemas con el seguro del coche aún por resolver, «pero también papeleo por el trabajo de mi mujer; la situación de mis hijos… Todo eso va haciendo mella en la cabeza».
Y es que, ese niño que se marchó de Ermua deja ahora en Valladolid a sus tres hijos de 29, 28 y 25 años. «Ellos son los primeros que nos dicen: 'Estáis tardando en marcharos de aquí, ¡tenéis que cambiar de vida ya!'». Días después de lo ocurrido –cuenta– ya no podían más. «Estábamos sin dormir, haciendo turnos para vigilar por las noches y bajaba con el bate de béisbol en cuanto escuchaba un ruido». Así fue como se adelantaron esos planes de vivir en Extremadura, «ha podido el miedo o quizás más la incertidumbre que te hace no descansar y estar siempre alerta». Los otros dos afectados sí siguen viviendo allí.
Es al hablar de sus hijos cuando su mujer no puede esconder las lágrimas. «Es lo que más nos duele, porque tengo mis amigos aquí, pero es otra vida porque faltan nuestros hijos que cada fin de semana estaban en casa comiendo y ahora… Te cuesta, es duro», expresa mientras mira a su mujer, «nunca la había visto así y duele; no es por mi culpa, pero me siento responsable de este cambio».
Pese a los casi 500 kilómetros que han puesto de distancia, la cabeza sigue en Mojados. «No dejo de darle vueltas y no quiero que se sepa dónde estoy, es un miedo irracional, pero es lógico», reconoce antes de pasear por una calle en la que prácticamente le saluda cada vecino. «Nos hemos hecho a la idea de que seguimos viviendo en una urbanización», dicen ambos antes de poner punto final a su vida en Mojados. Este sábado, acompañado por unos amigos, volverá para recoger decenas de cajas. «Vamos a meter toda nuestra vida en una furgoneta, dejando también allí amigos para siempre, pero te acuestas con una vida y te levantas con otra».
Todo empieza, relata Juan Francisco Cuevas, en la madrugada del 29 de febrero. El coche de un compañero, sargento en reserva y ahora ya jubilado, sale ardiendo. «Al ser híbrido, lo primero que pensamos es que habría sido un problema de la batería», cuenta sobre ese primer suceso. Al día siguiente, Cuevas dejó su Volvo aparcado en la puerta de su vivienda sobre las 8 de la tarde y es a las 4 de la mañana cuando un vecino da la voz de alarma. «Diez minutos más y las llamas habrían alcanzado los cuatro metros de altura, se habría metido el fuego en nuestra casa», apunta su mujer, que le acompaña en el sofá de una casa que, pese a la celeridad de su traslado, ya parece un hogar. «Lo del tercer coche fue el mismo día, unas horas antes, pero lo supimos después», añaden sobre el tercer vehículo, propiedad de un agente todavía en activo en Valladolid, que no terminó calcinado porque falló el sistema «que es una especie de mecha con bridas y pastillas de fuego hasta una botella de líquido inflamable». Entonces, empezaron las preguntas. «Los tres nos preguntamos por qué a nosotros, solamente hay otro guardia civil que viva en el pueblo», rememora. «¿Y por qué esto no es noticia? Los periodistas de allí no sabían nada. Hablé con El Norte de Castilla, porque era raro que no se hicieran eco ya días después de lo ocurrido», se pregunta sobre lo ocurrido en este pequeño pueblo de algo más de 3.200 habitantes. «A la misma vez se reivindicaba en toda España que se considerase a la Policía y Guardia Civil como profesiones de riesgo, quizás no interesaba que se supiera», concluye.
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