![Nicolás Diouf, en la plaza de San Juan.](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2023/12/20/1475417965-kcAD-U2101046572151VrB-758x531@El%20Norte.jpg)
![Nicolás Diouf, en la plaza de San Juan.](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2023/12/20/1475417965-kcAD-U2101046572151VrB-758x531@El%20Norte.jpg)
Valladolid
«Estuvimos ocho días sin comida en la patera y hubo que beber agua de mar para vivir»Secciones
Servicios
Destacamos
Valladolid
«Estuvimos ocho días sin comida en la patera y hubo que beber agua de mar para vivir»«Voy a morir», pensó Nicolás Diouf (Senegal, 1994) el 10 de octubre, cuando estuvo perdido en alta mar junto a 48 desconocidos, en una embarcación enana, sin comida, sin rumbo, sin combustible.
«Voy a morir», se le pasó por la cabeza el día ... 11, cuando tuvo que beber agua salada porque ya no quedaba potable en las pocas botellas que metieron en la patera.
«Voy a morir», se dijo el día 12, cuando ya llevaba ocho días sin comer y once jornadas de un viaje que debería haber durado tres.
«Tuvimos comida al principio, pan, galletas, cuscús. Pero se acabó». Nadie contaba con que la patera se quedaría sin gasolina, con que perderían el rumbo fijado, con que tuvieran que navegar a la deriva hasta que, finalmente, el 13 de octubre, por la tarde, vieron tierra en el horizonte. Llegaron a Tenerife a las 19:00 horas. Muchos de ellos deshidratados y «con la cabeza perdida». Otros, inmersos en un cuadro de vómitos que tardaron tiempo en superar.
Cuenta Nicolás que todavía le duelen las piernas, entumecidas después de pasar once días (con sus noches) aprisionado en una patera en la que no se podía mover. Y de la que pensó que nunca saldría con vida.
«Cuando llegamos, solo pude dar gracias a Dios».
–¿Se arrepintió en algún momento de haber emprendido el viaje?
«Nunca», dice, porque lo que había dejado atrás era mucho peor.
Nicolás jamás pensó que el mar pudiera ser tan traicionero. El océano había dado de comer a su familia durante décadas. Su padre es pescador en Palmarin, un pueblo costero de casi 7.000 habitantes muy cerca del delta que forma la desembocadura del río Salum. Pesca para luego vender en el mercado. Durante los meses de verano, Nicolás, el mayor de cinco hermanos (otro varón, tres mujeres) ayudaba en la faena. El resto del año, vivía en Dakar, donde había empezado a estudiar español en la Universidad con el deseo de convertirse en profesor de este idioma en su país. O de venir a España a vivir.
Noticias relacionadas
Víctor Vela
Cuenta que su interés por este idioma comenzó cuando vio que un vecino de su pueblo, un amigo de su hermano, regresó a Senegal después de vivir y trabajar durante una temporada en España. Estuvo en Bilbao, en Barcelona, en Almería. Y con el dinero ahorrado, pudo volver a su país y construirse una casa. Nicolás miraba aquella vivienda y quería algo así para su familia. Pero al final no fue (solo) la economía lo que le obligó a dejar su hogar.
Mientras estaba en la Universidad, vio cómo el ambiente estaba cada vez más enrarecido. «Yo solo quería estudiar, pero cada vez recibía más presiones para que me metiera en grupos políticos. Y yo no quería eso», cuenta Nicolás, quien pertenece al pueblo serer, el tercer grupo étnico del país (aunque apenas representa el 14% del total de la población).
La violencia se recrudeció la pasada primavera, cuando una condena al opositor Ousmane Sonko provocó un estallido de protestas. Esto ocurrió el 1 de junio. El día 12, Nicolás dejó todas sus pertenencias en Dakar y con apenas una mochila (sin fotos familiares, sin más recuerdos que los de su memoria) cruzó la frontera en autobús.
Se refugió en Mauritania, en la casa de Amadou, un amigo de la infancia, también pescador, que le ofreció un catre y un cuarto donde esconderse. «No tenía papeles, no podía salir». Por teléfono contactó con una de las redes que controlan el tráfico de pateras hacia las Canarias. Consiguió un pasaje para el 1 de octubre, con salida desde una playa cerca de Nuakchot.
Y ahí fue cuando comenzó una durísima travesía, en una embarcación enana que estuvo durante jornadas perdida y sin control. Pasadas 72 horas se les acabó la comida. Luego fue cuando Nicolás pensó que iba a morir. Allí. Solo. Lejos de su familia. Rodeado por personas con las que compartía un sueño a punto de naufragar. Dos de ellos, menores de edad. El mayor, 45 años. Solos, pero hacinados en medio del mar. Nicolás pensó que moriría y que nadie sabría nunca nada más de él.
Hasta que pisó tierra firme en la isla de Tenerife. Allí recibió una primera atención en Las Raíces, un centro que gestiona Accem en el municipio de La Laguna y que ha llegado a alojar hasta a 1.500 personas. Allí recibió la primera asistencia sanitaria. Había compañeros con heridas, con quemaduras provocadas por el sol, cansados y desnutridos.
A los pocos días, el Gobierno incluyó a Nicolás entre aquellos que viajarían a la península dentro del plan de realojo en varias comunidades autónomas. Su destino fue Medina del Campo, en el balneario de Las Salinas, cerrado desde hace meses y reconvertido en centro de acogida y primera emergencia. Allí fue donde Nicolás volvió a sonreír.
«Me encontré con varios compañeros de Senegal», evoca, gente a la que conocía de haberlos visto por la Universidad. En Medina del Campo, Accem atendió a 250 personas como él.
Alojados en habitaciones de tres y cuatro plazas, en literas, en un inmueble amplio y lleno de estancias donde los profesionales de la ONG desplegaron sus diversas líneas de intervención, con abogados, educadores, trabajadores sociales, psicólogos, intérpretes, profesores de español. Una veintena de personas que les ofrecieron atención, asesoramiento, comida (menús neutros, basados sobre todo en pasta y arroz) y ropa de abrigo. «Hace mucho frío aquí», cuenta Nicolás, envuelto en varias capas (camiseta, sudadera, cazadora).
Además, allí se fijaron las primeras entrevistas para determinar quiénes venían por cuestiones económicas (para reunirse con amigos o familiares) y quiénes escapaban de sus países por culpa de la guerra y el horror. Es el caso de Nicolás. Había días en los que salía a pasear por Medina pero, como la mayoría de sus compañeros, prefería quedarse en los jardines deLas Salinas. Allí jugaban a las cartas. Al fútbol. Él, como delantero zurdo.
Hace un par de semanas, Las Salinas cerró sus puertas. «Han sido casi dos meses y, como era de esperar, no ha habido ningún tipo de problema de convivencia», dice Diego Cebas, coordinador de Accem en Valladolid. Ahora Nicolás vive en la capital, en un centro de esta ONG que le acompaña en este nuevo proceso en España, a la espera de que se resuelva su solicitud de protección internacional. La llegada de migrantes este año es tan elevada que los registros están saturados y no le han dado cita hasta el 12 de junio de 2024.
Hasta entonces, Nicolás recibe clases de español para allanar su camino hacia la plena integración. A partir de junio, comenzará a contar un plazo de seis meses para obtener un permiso de trabajo que le permita acceder al mercado laboral.«Me gustaría trabajar en algo relacionado con la electricidad», dice Nicolás, quien todos los días («todos, todos») habla con su madre por Whatsapp. «Os echo de menos», les dice. «Aquí estoy bien», les cuenta Nicolás, el joven de 29 años que estuvo a punto de morir en el mar y que ahora sueña con coger el timón de una nueva vida en Valladolid.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.