«Qué miedo ni miedo del coronavirus, si cuando tenía 13 años falló el piso de la bodega de mi casa en Tordesillas, se derrumbó todo menos el tejado y estuve enterrado vivo dos horas». De cinco hermanos que eran, murieron en el suceso ... la mayor, de 17, y el pequeño, de 7 años. Fue el 16 de diciembre de 1941. La fecha no se le olvida a Jesús Claudio Minayo (le pusieron Jesús, apostilla, porque nació el 24 de diciembre, pero él responde por Claudio), «Pasé de la noche a la mañana de tener todos los juguetes del mundo a no tener más que la camiseta».
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Tras los meses más duros de la epidemia, con 183 residentes contagiados (la mayoría asintomáticos), 10 negativos y un saldo de 17 muertos por covid confirmado desde que se empezaron a hacer test el 7 de abril, en la residencia de Cardenal Marcelo cruzan los dedos para que esta segunda ola pase de puntillas. Virgencita que me quede como estoy. Desde marzo no han entrado nuevos residentes y ahora la dirección está enfrascada en organizar las Navidades en el interior y decidir si los ancianos podrán salir al exterior, a los domicilios familiares en esas fechas, después de resistir nueve meses de pesadilla sin abandonar el complejo geriátrico.
La covid ha puesto a prueba las capacidades de resistencia y adaptación a todo de estos niños de la guerra y, una vez más, la mayoría han salido de esta, aunque no sin lamentar bajas y daños colaterales. Cada uno dice que hay otros que lo han pasado peor.
En el taller de la memoria
Claudio, con 93 años, se aplica en el recién reabierto taller de memoria en la tercera planta, aunque él presume de que la tiene de elefante. «Mi padre», explica, «fue corresponsal de El Norte de Castilla de antes de la Guerra y repartía los periódicos, El Sol, La Voz y también la Hoja del Lunes, que ya no existe». Y cuando se le insiste sobre cómo ha vivido el férreo confinamiento del primer estado de alarma, ni se inmuta. «Hay que asumir lo que viene», remacha. «Ya lo hice cuando acompañé a mi mujer cinco meses en el Benito Menni, sabía lo que me esperaba antes de venir aquí», señala, sin un ápice de autocompasión o queja.
En marzo, el coronavirus hizo saltar por los aires la forma de vida de los usuarios en la macroresidencia de seis plantas que domina el barrio de Girón, cuyas instalaciones y amplios jardines se asemejan a un hotel setentero al que solo le faltan las vistas al mar, donde las actividades comunes y con mucha interacción con colectivos del exterior eran, hasta la epidemia, la columna vertebral del establecimiento para revitalizar la salud mental y física de los residentes. Coinciden en señalar desde la dirección provisional, el equipo médico y asistencial que esa es una de las razones por la que la incidencia de contagio del coronavirus llegó casi al 100% de la población del centro.
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Ahora que el geriátrico de la Diputación de Valladolid está libre de covid -y cada vez que alguien lo dice, lo dice bajito como para no despertar al bicho y seguido de la coletilla «crucemos los dedos»-, los 158 residentes supervivientes y los más de 200 trabajadores (entre la plantilla y el personal externo de las contratas de limpieza y seguridad) han entrado en un tímido regreso a la normalidad. Aunque, se apresuran a señalar desde la dirección en funciones del centro, por nada del mundo «se baja la guardia».
Los ocho magníficos
Hay ocho residentes que siguen siendo negativos. Los otros dos que no se contagiaron en la primera ola se libraron del coronavirus pero han fallecido por otras patologías. Uno de los supervivientes de aquellos que no se contagiaron y que revalida el «negativo» en todos los triajes desde abril es Teodoro Velasco Velasco, de 96 años, de Canalejas de Peñafiel, que rápidamente señala que tiene un hijo en Madrid con dos nietos y que tampoco tiene miedo ninguno al contagio. Pasó con los otros compañeros sin covid un mes entero recluido en la planta sexta del edificio. «¡Qué miedo vas a tener. Si llega, pues malvenido, pero te tienes que aguantar. Yo soy autónomo del campo y cayó un rayo en un pino a poco más de cien metros de mí, he visto muchas tormentas y aquí estoy», se ufana.
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Al mismo tiempo, pero en la primera planta, otro grupo le da con brío a la gimnasia al ritmo del «chacachá del tren» en una amplia estancia que luego se limpia y se convierte en el salón de la televisión, que les encanta. Juan Manuel Vaquero Prado, que cumplía 62 años, estaba exultante por la celebración y el ejercicio. Los mayores tienen los huesos anquilosados de tanto tiempo en las habitaciones y necesitan movimiento como el comer. Esta es una de las primeras actividades que se han retomado. Al otro extremo, en el gigantesco salón de actos, otro grupo asistía, mediante una enorme pantalla, a una función de teatro en directo, con jóvenes de la Universidad de Valladolid y La Candela.
La costurera y el jardinero
Pero no todas las actividades de la residencia están programadas. Hay quien tiene su propia iniciativa en favor de la comunidad practicando una afición que les encanta y la dirección fomenta estas inquietudes. Les sirve para sentirse útiles y matar el tedio y la soledad, que es lo que más les aplasta. La tudelana Servanda Guerra García, de 75 años, que conduce con pericia su silla de ruedas por el pasillo de la planta primera, lleva un año y cinco meses en el centro y asegura que está «encantada de haber venido, porque me quedé viuda y estaba sola en casa». Ella es la 'cosetodo' de la residencia, lo mismo le da poner un botón que meter un bajo. Confiesa que estos meses de pandemia ha pasado mucho miedo y ha echado «mucha lágrima por no poder venir la familia» porque «venir de tu casa y encontrarte a los pocos meses con la epidemia, lo pasas muy mal al verte sola. Y algunas de mis compañeras, peor. Nos ha tocado la pandemia, lo hemos pasado mal, ha sido muy duro sin ver a la familia. Muchos compañeros que se nos han ido... Mala suerte». A veces, confiesa, «se te caía el techo de la residencia por no poder ver a los familiares». Servanda, aunque no tuvo fiebre, lo pasó muy mal, indica, porque tiene otras patologías previas, problemas de huesos y las dos piernas operadas. «Lo hemos pasado todos, pero cada uno de una manera. Yo tuve muchos dolores. Por lo demás, yo estoy muy bien de la cabeza». Tiene cinco hijos y «siete nietos preciosos» y al decirlo, se le aguan los ojos. «No podemos abrazarnos ni besarnos, pero con mirarnos a los ojos sabemos qué queremos decirnos».
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M. J. Pascual
Recuerda con emoción los viajes, cuando entró a primeros de octubre. Salían en autocar a darse una vuelta y comprarse algún capricho. Desde marzo todo cambió. Confinamiento duro, incluso para salir a los jardines. Recuperó esos paseos al aire libre en verano, cuando se levantó el estado de alarma. Pero ahora hace demasiado frío para ella.
'Rita', la mascota del centro, una gata lustrosa, se sienta al solillo delante de la puerta principal, justo en el paso donde están instaladas las alfombrillas de desinfección. En las escaleras de acceso a los jardines, Dámaso Vergara, de 79 años, rastrilla las hojas secas que da gusto. Él fue carnicero en Valladolid, pero cuando se separó se trasladó a Urueña, donde vivió 24 años. Es en la Villa del Libro donde descubrió su amor por la jardinería y ha hecho de este hobby una actividad que le libera del aburrimiento y le permite hacer ejercicio. Está pensando en decorar con 'peluchos' la terraza de la planta sexta, «que está un poco fea». Dice que él puede comparar la atención en la residencia con otros centros porque estuvo «seis años en residencias de pago» y concluye que «hay gente que se queja por gusto, de la comida y eso. Algunos con esto de la pandemia se han vuelto muy señoritos, pero aquí se está mejor que en un hotel». Le gusta confeccionar bolsitas con lavanda y otras hierbas aromáticas para poner en los armarios, que va regalando. Tiene la costumbre de coger los rollos de bolsas negras de plástico para la basura y las va separando y arrancando, una por una. Apunta que le resulta estupendo para las manos.
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La hora de las visitas
A las doce están a punto de empezar las visitas de los familiares en la cafetería reconvertida en locutorio. Desde que se reabrió la residencia a las familias, han ido incorporando refuerzos de seguridad, como mamparas transparentes que permitan a los interlocutores comunicarse mejor. Esperando el ascensor para bajar a la sala de visitas, Eutiquio Díez, 99 años, natural de Valoria la Buena, se pelea constantemente con la mascarilla, «que se sube y se baja», manifiesta con cierto cabreo. Reconoce que no ha dejado de fumar desde los 14 años, aunque ahora, mira con picardía, «solo unos pitillos». Y se arranca con un poema. Lo aprendió en el frente en Santander.
En una de las mesas con protección de metacrilato, Milagros Rubio Ramos, de 98 años, una leonesa radicada en Geria, conversa con su nieta Yolanda Sánchez. La anciana no oye bien, pero dice que tiene muy fresca en la memoria la «Guerra de España, que cuando estalló era domingo», la vivió en Astorga y desde pequeña trabajó en el campo. Cuenta que un día de Nuestra Señora fue a las tierras con el caballo y el animal se cayó a un pozo. «Estaba sola, no había nadie porque era fiesta y allí quedé». Lo que peor lleva, repite con dolor, es que «lo más grande, que es una madre, yo no la conocí, tres meses tenía yo». Ella ha pasado la covid en la residencia, pero fue leve, prácticamente asintomática. «He tenido poco. Estoy bien y hay que conformarse con todo lo que venga». Milagros, que tiene seis nietos y cinco biznietos, ha perdido una hermana de 104 años por la covid que estaba en una residencia de León. Yolanda Sánchez indica que han vivido todos estos meses «con mucha impotencia por la situación, saber que estaba contagiada y no poder hacer nada», pero «ahora estamos contentos. Cumplió años durante el confinamiento y pudimos al menos hacer un vídeo y que lo pudiera ver». Considera difícil que su abuela pueda salir esta Navidad. Ya el año pasado, explica, «no quiso salir, decía que se le descolocaban los horarios y sus costumbres y que iba a estar peor. Este año ya tenemos asumido que tiene que estar aquí».
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En otra habitación, el animador sociocultural, Xoan González, prepara la llamada con la tablet para que Juliana y Carmen, desde el coche, puedan ver y hablar a su madre. Más bien cantar, porque a Juliana Rodríguez, de 85 años, que tiene alzhéimer, le priva. «Bueno hijas, cantadme, me alegrará». Y empiezan a atacar la de 'Adiós con el corazón', que Juliana sigue con buen ánimo, enlazan con 'Hola don Pepito' para rematar con 'Madrecita, María del Carmen', su favorita. El confinamiento de su madre lo han vivido «mal, como todo el mundo», porque antes de que el coronavirus se adueñase de la residencia iban todos los días a verla. «Al no poder entrar, nos preocupaba como estaría. Gracias al personal, que lo ha dado todo y nos han mantenido informados, hemos podido hablar con ella. La residencia lo ha hecho fenomenal, mala suerte el brote del principio». Dice Carmen, mientras Juliana conduce, que si pudiera ser, le gustaría que su madre saliera en Navidad. «Estamos muy orgullosos de ella, la queremos mucho. Siempre ha estado ahí para todos, y nosotros ahora estamos para ella».
En el nido de Pilar
Pilar Reglero Colías nació hace 87 años en Medina de Rioseco pero vivía en Valverde de Campos, de donde era su madre. Junto a la puerta de su habitación, como en todas, luce su fotografía en color. Es para que los residentes no se despisten. No le queda familia directa y su mundo es su habitación, con sus muñecas, sus fotos. sus cuadros y su tele, una pantalla de buen tamaño que se trajo de su casa. Pero lo que a ella le gusta es componer canciones, y se levanta a escribirlas si le llega la inspiración en mitad de la noche para que no se le olviden. «Habré escrito unas treinta», señala. Su única visita y apoyo es la hija de una amiga suya que ha fallecido de un ictus con 91 años. «Crecimos juntas. Yo me crié con unos tíos, porque mi padre se murió en 1934 cuando yo tenía 14 meses de una peritonitis, de lo que ya casi no se muere nadie. Mi madre se quedó con mi hermana, de 5 años, y mis tíos me acogieron. Así que perdí de un golpe a mi padre y a mi madre», relata con sencillez, a pesar de lo tremendo de su historia. «Entré en una depresión de la soledad que tenía al morir mi marido, porque no tengo hijos, y mi amiga y su hija me llevaron a su casa y allí estuve dos años».
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El confinamiento lo ha vivido, confiesa, «con un poco de angustia porque era muy triste, pero otros lo pasaron peor. Yo estaba acostumbrada a la soledad». No sale al jardín, señala, porque se ha librado de la covid y no quiere enfriarse y coger la gripe. Todavía no piensa qué va a hacer en la Navidad. Se despide con un villancico de su cosecha, lanzando una voz esperanzada que se expande por toda la planta de la residencia.
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Lorena Sancho
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