Cuando Moussa Kane (Mali, 1989) llegó a España, no tenía ni un solo papel que acreditara su edad, su nombre, su identidad. Los traficantes que organizaron su viaje en patera desde Nador (Marruecos) le arrebataron el pasaporte. «Nos lo quitaron a todos». Tal vez, seguro, ... como una forma de tenerlos controlados, de que ninguno se rebelara durante la travesía, de que no causaran problemas hasta desembarcar en Tarifa. «Su negocio éramos nosotros y nada podía salir mal». Pero la guardia costera interceptó la embarcación. Moussa fue internado allí, en la localidad gaditana, de forma temporal, en un centro de Cruz Roja. Nunca volvió a saber nada de aquel pasaporte con el que salió de su país.
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Tenía 20 años, pero parecía mucho más joven. El cuerpo menudo, la cara aniñada, los ojos trémulos de temor. Tan joven, que quienes lo acogieron pensaron que ni siquiera había cumplido los 18. Le hicieron incluso una prueba radiológica, ya en Valladolid, que concluyó que tenía 17 años y medio. Y así, aunque en realidad no lo era, fue considerado como un menor extranjero no acompañado (mena). Como tal vivió sus primeros meses en España. «No tenía nada para demostrar que no lo era». Hoy, quince años después de aquello, con pareja y padre de tres hijos, trabaja como integrador social en Accem, la ONG que se encarga de atender en Valladolid a personas y chavales que, como él, han llegado a España con más incertidumbres que certezas.
Castilla y León acoge a cerca de 200 menores extranjeros que han llegado solos a España, atendidos a través de varias entidades y ONG. Accem es una de las que trabaja con ellos en Valladolid. En la actualidad, acoge a 25. «No trabajo directamente con ellos, pero comprendo a la perfección la situación en la que se encuentran, porque yo pasé por ella», cuenta Moussa. La acogida primero en un centro de menores. Su paso por un programa de transición hacia la vida adulta después. Las dudas sobre qué será de su vida, cuando hay tanto vacío por delante como dolor en lo que dejó atrás.
Y lo que quedó en Mali fue una familia que pensó que lo mejor para su hijo era un futuro en Europa. Moussa era el segundo de seis hermanos. Padre contable. Madre, ama de casa. Una casa en Bamako, la capital. Después de aprobar segundo de Bachillerato, se matriculó en Humanidades, en la Universidad. «Pero aquello no iba por el camino que yo esperaba. Un día mi tío, que vive en Marruecos, llamó a mi madre y le comentó que había la posibilidad de que yo saliera del país», cuenta. «Todo fue muy rápido, casi de repente, sin pensar». El 25 de agosto de 2009 montó en un autobús rumbo a Argelia. Allí estuvo cuatro meses, trabajando en un huerto, ahorrando algo de dinero para pagar el pasaje que le permitiría atravesar el Estrecho, camino de Europa. Con la vista puesta en Francia.
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La patera salió de Nador a las puertas de la Navidad. 47 personas. 17 horas en el mar. «Antes solo lo había visto por la tele y las olas me impactaron. Hubo un momento, sobre las tres o las cuatro de la madrugada, que lo pasamos muy mal. Ahí pasé mucho miedo. La patera se quedó enganchada en una red de pesca y pensamos que no podríamos salir». Salvamento Marítimo localizó la embarcación y guio la llegada a las costas españolas. «Allí, junto con otros jóvenes, me separaron del resto del grupo porque nos veían como menores».
Moussa decía que no, que él ya había cumplido los 18. De hecho, los cálculos que hicieron a partir de una primera radiografía (según su estructura ósea) apuntaban que ya era, por los pelos, mayor de edad. Pero no era una prueba concluyente. «Yo pedía que me devolvieran, que me permitieran regresar a mi país. Pero no tenía pasaporte, nada de documentación… y no pude hablar con mi familia. Después de dos días en un centro de Cruz Roja pasé otros catorce bajo la custodia de la Policía de Tarifa. No era un calabozo, pero yo lo sentía como tal, porque no era libre, porque no podía salir. Te levantaban temprano. Te dabas una ducha. Luego hacías fila para salir a un recinto donde podías jugar al basket o al fútbol sala. Así un día, y otro, y otro. Yo quería salir de allí». Dos semanas después, Moussa vio cómo se acercaban tres furgonetas, una de ellas de Accem.
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Antonio G. Encinas
«Nadie hasta ese momento nos había contado nada. Pensé incluso que a lo mejor podía volver por fin a casa». Era el 3 de enero de 2010 cuando a bordo de una de esas furgonetas llegó a Valladolid. Todavía con dudas sobre su edad real. A la jornada siguiente, por fin pudo hablar con su casa. «Aquel fue el peor momento de mi vida. Me dijeron que mi madre había fallecido justo el día en el que yo salí de Mali. Mi madre tenía cáncer de mama, había recibido tratamiento, pero ya estaba en casa. Yo pensé que estaba mejor y aquello me dejó muy tocado», rememora.
«Lo primero que hice fue hablar con una trabajadora social. Yo estaba totalmente perdido, llegaba a un sitio desconocido, sin saber absolutamente nada. Y ella me cambió mi perspectiva, porque por fin me explicó qué podría ser de mí». Aquí le hicieron una nueva prueba ósea para determinar su edad. Aquella radiografía decía que Moussa tenía 17 años y medio. «Yo no me podía creer que una misma prueba, en dos sitios distintos, diera dos resultados tan distintos». El margen de error en este tipo de test puede ser de más de dos años. La frontera justa para que sea considerado menor de edad o no. Y la administración decidió que lo era.
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«Estuve tres meses en el centro de menores José Montero, con otros niños tutelados, algunos españoles, con otros jóvenes que habían llegado solos de otros países, como yo. Había chavales de Marruecos, de Argelia, de Guinea-Conakri, de Costa de Marfil. Me asignaron un tutor, pero apenas estuve allí unos meses». Al poco tiempo, consideraron que ya había cumplido los 18, que era mayor de edad. «Ese es el momento más complicado. Cuando cumplen la mayoría de edad, muchos jóvenes se quedan en medio de la nada. Si no llegan a conseguir un trabajo, un lugar donde instalarse, ven cómo de la noche a la mañana su situación cambia por completo. Por eso creo que es tan necesario reforzar los programas de transición a la vida adulta, sobre todo con apoyos para la formación. Muchos dejan de estudiar porque no tienen los apoyos suficientes», lamenta.
En su caso, recibió el respaldo de Adsis, con su programa de transición hacia la vida adulta, que le acompañó y ofreció recursos hasta que cumplió los 21. «Durante ese tiempo, me estuve formando. Mi objetivo era conseguir un trabajo. Hice un PCPI de Fontanería, luego un grado medio de Electrónica en el Ribera de Castilla». Accedió a la renta garantizada, durante un par de años recibió la ayuda de su padre, que le enviaba dinero desde Mali. «Pero lo que allí podía ser una cantidad importante, aquí se quedaba en nada». Afortunadamente, encontró trabajo en un hotel de Valbuena de Duero y, después de una temporada como traductor, hoy es integrador social en Accem, la entidad que le acogió durante sus primeros días en Valladolid.
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«Trabajo en un centro de acogida para las personas que llegan con una solicitud de protección internacional. Entre ellos hay también muchos menores que, en estos casos concretos, no han llegado solos. Pero comprendo a la perfección lo que sienten en estos primeros momentos tan lejos de su casa. Han llegado a un lugar que no conocen, tienen que adaptarse a una nueva realidad, en algunos casos con un idioma que no saben. Y mi trabajo es ayudarles, acompañarles en ese proceso».
Estos empleos le han permitido encarrilar su vida en Valladolid. Moussa tiene hoy pareja, tres hijos (de 5, 4 y 2 años) y un recuerdo vivo de todo ese proceso que vivió etiquetado como menor extranjero no acompañado. Por eso, no termina de comprender toda esa desconfianza, ese odio que remueve en determinados sectores la palabra 'mena'. «Creo que es sobre todo por desconocimiento. Porque hablan de una realidad que no conocen. A todas esas personas que vinculan a los 'menas' con delincuencia, con inseguridad, les invitaría a que se acercaran por entidades como la nuestra y vieran cómo trabajamos, cómo son las personas a las que atendemos. Eso les abriría muchos los ojos, les descubriría que estos menores son apenas unos niños que han venido solos en busca de un futuro».
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Ese mismo mensaje es el que lanza Diego Cebas, coordinador de Accem Valladolid. La entidad trabaja en la provincia en la atención de 25 menores que se encuentran en esta situación. Su labor pasa por «cubrir sus necesidades, por atenderles en un momento muy difícil de sus vidas, porque han dejado atrás a sus familias y están solos en un país que desconocen. Muchos vienen además con la mochila de un viaje traumático en el que se han jugado la vida». ¿Edades? «Siempre se piensa en adolescentes de 16, de 17 años. Esto suele ser lo habitual. En muchos casos son las familias las que animan al hijo mayor a que venga a Europa, a que consiga un trabajo y pueda enviar dinero. Pero a veces no es el mayor, sino el más avispado, el que puede tener más posibilidades de salir adelante por sí mismo». Y esto hace que, en ocasiones, sean niños de 12 o 13 años. Con esas edades, también, han llegado a Valladolid.
«Necesitan atención continua, las 24 horas del día. Los adultos pueden tener sus horas de autonomía, pero un menor no. En las etapas de educación obligatoria, son escolarizados, aunque en algunos casos ni siquiera conocen el idioma, por lo que son tan importantes los refuerzos educativos», cuenta Cebas, quien insiste en esa necesidad de derribar prejuicios. «No hay más que pasar cinco minutos con ellos para que se destruya esa imagen distorsionada que muchas personas tienen. Son niños con un gran problema de desarraigo. Y eso no deriva en problemas de inseguridad ni nada parecido. A todos aquellos que tienen dudas, les animaría a que se informen, incluso a que colaboren con alguna entidad que trabaja en su acogida. Estoy seguro de que si los conocieran, se darían cuenta de que no son un problema y de que el número de los que llegan a España es perfectamente asumible en un país de 47 millones de personas».
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Las últimas cifras estiman en más de 13.000 los menores extranjeros no acompañados acogidos por las diferentes comunidades autónomas. De ellos, cerca de 200, en los servicios de protección a la infancia de Castilla y León, según datos de la Junta, que no precisa una cifra concreta. «Estamos en torno a ese número», aseguran. El informe más reciente de la Fiscalía, a 31 de marzo de este 2024, dice que son 286, sobre un total de 13.654 en el conjunto de España (la mayoría en Canarias). Eso sí, en estas cifras se incluye tanto a los mejores como a los jóvenes extutelados hasta los 23 años.
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