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Hay una catarata de luz que se precipita sobre el escenario. El foco, como un dedo blanco, disfrazado de niebla, apunta a un teclado abierto y su banqueta vacía. Todo lo demás es penumbra. Como si el mundo se acabara (o estuviera a punto del ... big bang) con solo tocar esta dentadura de notas perfectas, con sus caries de sostenidos y bemoles. Hay un instrumento aún mudo que tiene ganas de hablar. De vez en cuando, desde el foso, el relámpago de un flash hace fotos no sé se sabe bien a qué. Ahí abajo, hay miles de personas que, de repente, callan.
Son unos segundos donde la eternidad es susurro y toses de auditorio.
Y de pronto, los aplausos.
Comienzan a atronar cuando se adivina su sombra en la oscuridad.
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Amaia camina hacia el chorro de luz. Saluda con sus manos tal que limpiaparabrisas. Las palmas hacia el público. Como el mago que al principio del truco las enseña (aunque todo sea trampa e ilusión) para simular que no lleva una carta ganadora en la manga del esmóquin. Después, se inclina con disciplina de conservatorio. Se coloca un mechón rebelde tras las orejas, se acomoda en la butaca (una pizquita para atrás), extiende sus manos sobre el primer acorde...
Y empieza la magia.
Bienvenidos al show.
No hay prisa en las primeras estrofas. Amaia domina ese difícil arte de domesticar la pausa, de demorar la siguiente frase, de amasar el silencio como si no viniera nada más después. Porque así, con la espera, se reciben las notas con más interés. Como ese niño que alcanza la piruleta después de pegar tres saltos y cree que es él quien ha llegado al dulce y no el abuelo el que bajó la mano. «Dicen las revistas que ahora se lleva el marrón. Y en mi armario nunca hay prendas así», canta Amaia, antes de mostrar su rebeldía con lo que sigue: «Me da igual, ya no pienso fingir».
Y entonces, coge el micro, se levanta del piano, hay luces intermitentes que evidencian la artimaña (no está sola, hay banda detrás) y continúa esta primera canción que es a la vez confesión («tengo ganas de contaros que estoy triste y a la vez de subidón»), declaración de intenciones («quedan solo tres minutos para abriros de una vez mi corazón») y liberación («fue una pesadilla, pero ahora me abrazo a ese dolor»). Bienvenidos al show, canta Amaia. Y, ya de entrada, deja claras varias cosas: sus poderes como instrumentista, el encanto de su hipnótica voz, un cierto abracadabra en la interpretación y esa libertad de quien rompió las cadenas de la radiofórmula y se coronó reina del indie. «Quiero ser lo que se espera de mí y seguir siendo yo a la vez».
Todo eso, además, con un desparpajo inocente con el que interrumpe, si hace falta, el concierto. «Perdón, tengo un problema con el 'in ear', me hace como daño», dice antes de 'La vida imposible'. «Son las cosas del directo», se excusa. «También tienen su encanto... Y bueno, como el concierto es gratis, tampoco pasa nada», dice, mientras su equipo se afana para su subsanar el error. No será el único inconveniente de la noche. Poco después, antes de 'Nuevo verano', hay una guitarra cuyo sonido no llega. «Joé, ya lo siento. No se oye, ¿verdad? No pasa nada, sacamos la otra guitarra y ya está, que además suena más bonita», dice. Ya continuación, lanza al aire un «¡guapa Tudela!» que corrige al vuelo. «Osea, Pucela. Guapa Pucela».
Amaia, con su intimismo feroz, su voz cristalina, su apego por los matices que otros tantos músicos desdeñan, demuestra que la belleza del teatro o de la música no está solo con el autor. El mejor Shakespeare puede ser el mayor de los horrores en las garras de un mal actor y una pésima compañía.
El Mozart más inspirado puede sonar a chirrido histriónico en las zarpas de un aprendiz de violín. No basta con un texto bueno, con una partitura mejor. El embrujo solo es completo cuando hay un mago al que no se le notan los trucos y es capaz de mantener intacta la ilusión. Y no hay mejor ejemplo, bajo un foco redondo como luna llena, que esa versión a piano que se marca de 'Fiebre', el artefacto autotuneado de 'Bad Gyal' que aquí («es una de las mejores canciones de amor que se han escrito nunca») alcanza otra dimensión. O ese coqueteo con el 'Ave María' de Bisbal con el que remata 'La canción que no quiero cantarte'.
O, sobre todo, ese momento brutal, para mojar de emoción las pupilas, que es esa jota llamada 'Yamaguchi'. Tremendo. «Hay aquí, esta noche, una energía muy bonita», dice. «Es emocionante ver esta plaza tan preciosa desde aquí». Ycuando le gritan guapa, ella devuelve el piropo: «Guapos vosotros, hombre, ¡guapa Pucela!». Ysigue la noche con 'Pesimista', 'La persona', 'Quiero que vengas' y ese repertorio de trucos de una prestidigitadora libre que termina la velada con una frase de empoderamiento gamberro: «¿Quieres ser mi amigo? Cómeme el higo».
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