Aquella era una ciudad «venerable e interesante» para el viajero, repleta de iglesias y de conventos, con monumentos a tener muy en cuenta y con buen vino blanco, pero también con demasiados pobres en las calles y precisada de recuperar un pasado glorioso. Son algunas ... de las conclusiones que se extraen del famoso libro de Joseph Townsend, 'A journey trough Spain in the years 1786 and 1787'. Este testimonio del reverendo anglicano, cuya primera edición se publicó en 1791, ha sido calificado por especialistas como Roberston como uno de los más y mejores informados, y más incisivos, de los realizados por viajeros extranjeros en el siglo XVIII.
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Hijo de un comerciante londinense, Townsend nació en 1739, se graduó en Letras y se doctoró en Cambridge, estudió Medicina en Edimburgo, fue ordenado reverendo anglicano en 1763, ejerció como profesor en Cambridge y como párroco durante medio siglo en Pewsey (Wiltshire). Hombre inquieto, realizó viajes a España, Irlanda, Francia, Holanda y Flandes, prestando especial atención a temas de medicina, geología, agricultura, industria y sociología. En nuestro país visitó Cataluña, Aragón, las dos Castillas, León, Asturias, Andalucía, Murcia y Valencia entre el 9 de abril de 1786 y julio de 1787. Llegó a la capital vallisoletana el 27 de julio de 1786. Antes había pasado por Ataquines, localidad que calificó de «miserable» por la baja calidad de sus casas. En esos momentos, el pueblo contaba como 250 viviendas para 800 personas, y entre los veinte fallecidos ese año figuraban muchos niños enfermos de viruela.
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A Valladolid capital entró por la Puerta del Carmen, situada a la altura del antiguo Hospital Militar, y se topó con la Plaza del Campo (o Campo Grande), que describió como un gran espacio delimitado por diecisiete conventos. Dejó atrás el Arco de Santiago y llegó a la Plaza Mayor, «espaciosa y venerable» y más moderna en comparación con el resto de edificaciones. No le gustó mucho la Catedral («lejos de ser elegante»), aunque alabó la custodia de Juan de Arfe, «de plata maciza y de más de seis pies de alta», así como los innumerables ornamentos y las joyas de su interior. Pero le llamó la atención que el obispo dispusiera solo de 5.000 libras al año.
Que Valladolid, con cerca de 5.000 familias y 20.000 almas, era una ciudad conventual lo pudo corroborar muy pronto: en aquel año de 1786 había 15 iglesias parroquiales, 42 conventos, 227 sacerdotes, y hospitales para enfermos, niños y dementes. Además de la Chancillería, nuestro hombre resaltó la importancia de la Universidad con sus más de 2.000 estudiantes, 42 profesores y 50 doctores, todos ellos distribuidos en siete facultades. Le llamó la atención el convento de San Benito, pero más aún la iglesia de San Pablo, «tanto si consideramos la elegancia del conjunto, como el alto acabado de las figuras y ornamentos del bajorrelieve, que, después de un lapso de trescientos años, parecen haber sufrido poco por su exposición a la intemperie». No menos admiración despertó en él la visión del «patio de los novicios» (Colegio de San Gregorio), pues, en su opinión, se merecía «los mayores elogios». Del Palacio Real opinaba que era «más elegante que grandioso».
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La mayor parte de los edificios estaban construidos con ladrillo, y algunos con piedra caliza. También resaltó el empleo del granito, traído de Villacastín. Al igual que a otros muchos viajeros venidos de diferentes países, le pareció destacable que todos los paseos públicos estuviesen bordeados de árboles, y más aún el campo circundante, que describió como «un jardín perfecto, regado por norias». También valoró positivamente la producción de vino blanco de buena calidad, la «excelente rubia, algo de seda y unos pocos olivos», pero no así la abundante presencia de pobres en las calles, alimentados por los conventos, pues «manifiestan las miserias de esta metrópoli otrora floreciente». En el Canal de Castilla, del que entonces solo se habían construido 20 leguas que unían Reinosa y Rioseco, cifraba el resurgir económico de Valladolid.
Después de dar los precios de la carne de vaca y de cordero (12 cuartos la libra de 16 onzas de carne), del pan (5 cuartos) y del vino (medio penique la pinta inglesa), refirió el remedio medicinal que los vallisoletanos juzgaban infalible para la pleuresía: dos cucharadas de hiedra machacada cada ocho horas. Townsend abandonó la ciudad para dirigirse a León. Antes se detuvo en la Mudarra, que apenas contaba con 70 familias (120 almas) y siete «miserables casas», y en Medina de Rioseco, con cerca de 8.000 habitantes, buena producción de maíz, vino, olivo y telas, cuatro conventos de hombres y dos de mujeres, tres iglesias parroquiales, entre las que sobresalían Santa María por su custodia de plata y San Francisco por sus reliquias, y 40 sacerdotes. Las últimas localidades vallisoletanas que visitó fueron Becilla de Valderaduey, con 150 casas en mal estado y dos iglesias, y Mayorga, que tenía entonces ocho parroquias, tres conventos, un hospital y 24 sacerdotes.
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Como ha escrito José Ramón Fernández, Joseph Townsend cometió el error de viajar por tierras castellanas en pleno verano, pues el calor asfixiante hizo que, en un momento de su itinerario, cayera enfermo por insolación. De ahí que en su libro aconsejara visitar Castilla en otoño, Andalucía en invierno, y el norte de la Península en primavera. También recomendaba llevar dos criados conocedores del país, otro experto en cocina y tres mulas para acarrear el equipaje.
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