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Su objetivo era tan explícito y ambicioso como bien intencionado: dejar atrás la Valladolid sucia y desordenada, sin alcantarillado ni espacios verdes, enfangada por el Esgueva y manchada por el indecente «¡agua va!», para alumbrar «uno de los mejores y más hermosos pueblos, no solo de España, sino de la Europa». Era 1820 y Gonzalo de Luna y Montejo, fiel a sus ideas liberales, ponía por escrito un sugerente programa de actuación política dirigido a incentivar un compromiso cívico que redundase en beneficio de su ciudad natal.
Estamos ante uno de tantos vallisoletanos desconocidos que, de no ser por el riguroso estudio que en 2005 le dedicó el profesor José Manuel Menudo Pachón, publicado por el Ayuntamiento de Valladolid, habría pasado totalmente desapercibido. Aquel libro llevaba por subtítulo «un vallisoletano en los albores de la ciencia económica», puesto que Gonzalo de Luna realizó sugerentes aportaciones al pensamiento económico español del primer tercio del siglo XIX. El profesor Menudo lo presenta al lector como representante de la «economía sensualista», que, cada vez más alejado de la poderosa escuela británica de la época, destacaba el papel central de la utilidad, aunando así el proyecto propiamente científico con la actuación política. De hecho, para Gonzalo de Luna, la política no era sino el medio de aplicar principios económicos. Y así tratará de hacer con su querida Valladolid, ciudad en la que vino al mundo el 10 de enero de 1784.
Licenciado en Leyes y alumno del curso de Economía Política dirigido por el catedrático Juan Bautista Sacristán, Gonzalo de Luna era un hombre de posiciones políticas liberales que combatió en la Guerra de la Independencia dentro del Cuerpo de Literarios que levantó la Universidad vallisoletana. En 1811 publicó 'Censura de las Cortes y Derecho del Pueblo español', y dos años después fundó en Cádiz el periódico 'El defensor acérrimo de los derechos del pueblo'.
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El regreso de Fernando VII marcó su particular calvario. Establecido en Madrid, concretamente en una modesta vivienda de la calle del Sordo, el absolutismo fernandino no tuvo miramiento alguno con él, a pesar de ostentar la vara de Alcalde Mayor de Alburquerque. Conceptualizado como liberal exaltado y defensor acérrimo de las instituciones constitucionales, enseguida se le revocó la vara concedida y se le obligó a salir de la Corte en dirección a Valladolid, de donde no podría ausentarse sin licencia real bajo pena de servir en las armas de la Marina.
Se le recibió como abogado en la Chancillería, y aunque trató de trabajar como tal, no tardaría en ser encarcelado por proferir insultos contra varios ministros del tribunal de esa institución. Aprovechó su presidio para escribir el 'Ensayo sobre la investigación de la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones relativamente a España', obra que gustó al ministro Garay y que le procuró un puesto como vocal estadista de la Junta provincial de Contribuciones, Repartimiento y Estadística de Valladolid, con el encargo de elaborar un catastro de los pueblos de la provincia.
Autor de 'Diferencia que hay entre Estadística, Economía Política y Aritmética Política' (1819), tras una serie de vicisitudes, incluidos tres días de prisión, saludó con efusividad la revolución liberal de Riego y la implantación del régimen constitucional en 1820, llegando a ser nombrado procurador síndico del Ayuntamiento. Su 'Pensamiento de Economía-policía o policía pública, que facilita la limpieza, ornato y hermosura de la ciudad de Valladolid' invita al compromiso cívico para mejorar la salubridad y el orden público de una ciudad que, según sus propias palabras, entonces era «uno de los pueblos más sucios y asquerosos de España (…). Valle de olores, pero nocivos y destructores de la salud y de las vidas de sus habitantes».
Para Gonzalo de Luna, era urgente proceder a la limpieza habitual del río Esgueva y al alcantarillado de todas las calles, crear un gran paseo arbolado en el Campo Grande, donde también habría que levantar una fuente y mejorar su terreno, «pedregoso y arenisco», para poder acoger «todo género de plantíos», mejorar el alumbrado público, levantar un cementerio en las afueras de la ciudad, preferiblemente en «el alto de San Isidro», «hermosear» la Plaza Mayor y el Paseo del Espolón, construir un teatro en un lugar céntrico de la ciudad y convertir «la huerta del rey (…) en uno de los sitios más deleitables y fructíferos que hubiese en España».
Era partidario de levantar «pontones vistosos sobre el río Pisuerga» para permitir el paso de las gentes e incentivar el intercambio comercial con otras poblaciones, de edificar viviendas «cuya fábrica sea igual a la que en cada calle se señale como prototipo y modelo», y de mejorar los materiales de los frontispicios de las casas, preferiblemente a base de «masa más fina y permanente», para evitar desconchones y desprendimientos de pinturas. Este y otros escritos de índole económica acrecentaron su fama durante el Trienio Liberal, pues además de ser elegido para la Junta provincial de Castilla, pudo ejercer como magistrado interino en Madrid antes de conseguir plaza en la Real Audiencia de Asturias en enero de 1821.
Pero el regreso del absolutismo, en 1823, volvió a golpearlo con dureza. Nuevamente encausado, perdió su plaza y tuvo que emigrar al extranjero hasta después de la muerte de Fernando VII, ocurrida en 1833. Poco más se sabe ya de su paradero posterior, ni siquiera se conocen la fecha y el lugar de su muerte. Solo queda constancia de su expediente de jubilación como magistrado de Asturias, fechado en 1837.
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