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En plena explosión primaveral se inauguró la Biblioteca Popular del Campo Grande. Corría el primer día del mes de abril del año 1922. Pocos días después El Norte de Castilla se hace hecho del gran éxito que estaba teniendo, y como muestra de la excelente acogida, el periódico aportaba el dato de que solamente el día 18 se habían realizado 267 préstamos.
El edificio, del arquitecto Emilio Baeza Eguiluz (autor, por ejemplo, del Círculo de Recreo de la calle Duque de la Victoria), es una construcción de apenas tres metros cuadrados que ahí sigue, cerrada desde hace muchos años, ubicada en un recoleto rincón del principal jardín de Valladolid: detrás de la escultura dedicada al poeta y político Núñez de Arce que preside la rosaleda próxima a la Fuente de la Fama.
Se trata de la primera biblioteca pública de Valladolid. La iniciativa se debe al alcalde Federico Santander. La paradoja fue que él no la inauguró, pues ese mismo día de la inauguración cesó de la Alcaldía. Y paradoja añadida: una vez inaugurada se cerró, pues no podía prestar servicio al no haberse cubierto a tiempo la plaza de encargado de la biblioteca. Aquella circunstancia se debió a que el concurso público para proveerla había quedado desierto: se presentaron ocho aspirantes pero a las pruebas solo acudieron seis… y ninguno superó el examen en el que se les preguntó sobre quiénes estaban enterrados en el Panteón de Ilustres, qué clase de obra era el Quijote, quiénes eran Leopoldo Cano y Núñez de Arce. Y preguntados por el conde Ansúrez, la sorprendente respuesta de uno de los aspirantes fue: ¡un poeta!
Convocado de urgencia un nuevo concurso, el día 17 ya pudo abrirse al público, no sin volver a solemnizar la apertura a la que asistió el alcalde que sucedió a Santander, Martínez Cabezas. Tuvo el detalle en convertirse en el primer solicitante de préstamo, y pidió el libro «Charlas» escrito por su antecesor en el cargo: Federico Santander. Era domingo y aquel primer día se registraron 202 préstamos.
En la plazoleta donde se construyó la biblioteca se pusieron unos artísticos bancos de azulejos, en los que se acomodaban los lectores. Otros se iban a las inmediaciones de la Fuente de la Fama. Las crónicas hablan de que los lectores eran «de diversas clases y categorías sociales». Aquel ambiente de recogida lectura ofrecía «un espectáculo educador y simpático: los bancos llenos de muchachos, señoritas y hombres de trabajo» leyendo atentamente diversas obras.
Comenzó con un fondo de 300 volúmenes procedentes de la biblioteca municipal sita en la Casa Consistorial, con un criterio de selección que permitiera que pudieran ser leídos por todas las edades, por lo que los contenidos «debían respetar por igual los fueros de la moral y del arte», tal como declaró Federico Santander unos días antes de la inauguración del 1 de abril.
La biblioteca también se nutrió de libros donados por diferentes entidades y personas particulares, como Narciso Alonso Cortés, entonces director del Instituto Zorrilla, amén de ya consagrado escritor e investigador, y también donó Leopoldo Cortejoso, afamado médico vallisoletano. Una importante aportación fue la procedente del Orfeón Pinciano, prestigiosa institución musical y cultural de la ciudad.
El horario dependía de las horas de luz solar y el calor que hiciera en cada estación. Por ejemplo, en el verano se habría de 8 a 13 horas y de 17 a 20.
Febrero de 1919. Francisco Mendizábal, Archivero de la Real Chancillería de Valladolid, de la que llegó a ser director, y profesor de Historia en la Universidad (en 1920 sería nombrado Cronista Oficial de Valladolid), publicó una carta en el Diario Regional en la que proponía que se crease una biblioteca pública, para que los «libros sean más que objetos que yacen horas muertas en los estantes y armarios, que sean cosas vivas que corran de mano en mano, y muestren sus enseñanzas a todas horas y en todo lugar, en la barriada extrema, en el taller y en la fábrica… Y ahí están, respondiendo a este espíritu, las bibliotecas populares».
Un año después… En el pleno del 9 de enero de 1920, entre otros asuntos, a iniciativa del alcalde Federico Santander, se acuerda hacer una biblioteca popular en el Campo Grande. Para ir fraguando el proyecto, el concejal Carnicer ofrece varios volúmenes que fueron de la propiedad del disuelto Orfeón Pinciano. También se acordó pedir al Ministerio de Instrucción Pública la cesión de volúmenes para la misma biblioteca.
A continuación, en la prensa se abrió un cruce de cartas y opiniones: un lector advertía de los peligros que podrían tener una biblioteca así, sin la discreción de un bibliotecario que seleccionara libros que impidieran que cayeran en manos de los niños lecturas poco recomendables; otro, cuestionaba la idoneidad de la biblioteca pues solo podría ser utilizada en el buen tiempo; que si no acudiría nadie a una biblioteca popular, pues los obreros o sus hijos no van a estos centros de instrucción, sino a los cines, cafés, tabernas y las mesas de juego: todos estos lugares «atestados de jornaleros, donde además de perder el dinero y abandonar la familia, se atiborran de doctrinas malsanas de periódicos socialistas o pornográficos»; y si faltaban ideas, un nuevo lector se mete en el debate y propone que se creen bibliotecas en los teatros, pues dado que están abiertos casi todo el año también se abran bibliotecas en sus recintos, y que se acompañen de tertulias y reuniones instructivas.
A todo esto, el 1 de marzo de 1920 se abrió al público la biblioteca municipal ubicada en los bajos de la Casa Consistorial, con un fondo de 1.600 volúmenes.
Sin duda, la tarea callada del archivero-bibliotecario municipal, Adolfo García Olmedo, fue parte del éxito que tuvieron la biblioteca del Campo Grande, la de la Casa Consistorial, y varios años después, la del parque infantil del Poniente.
Jesús Anta repasará la recia defensa del Archivo de Simancas durante las diversas intentonas a lo largo de su historia de desmantelarlo y transportar su documentación a otros fondos.
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