Aquel suceso narrado por Prudencio de Sandoval en su célebre 'Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V' fue tan impactante, y a la vez tan cruel, que el mismo Calderón de la Barca lo dramatizó en la comedia 'El postrer duelo de ... España'. Lo cierto es que fue el último duelo oficial en nuestro país y, para muchos, el que animó a la Iglesia católica a decretar la prohibición de esta costumbre bajo pena de excomunión.
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Ocurrió hace 500 años en nuestra ciudad, cuando, según Sandoval, «dos caballeros nobles naturales de Zaragoza, de tan poca edad que no pasaban de veinte y cinco años, deudos por casamientos que hubo entre sus pasados, y entre sí ellos grandes amigos, y que familiarmente se trataban, en el juego de la pelota hubieron palabras tan pesadas, que llegaron a romper malamente y se desafiaron para matarse el uno al otro».
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Se llamaban Pedro de Torrellas y Jerónimo de Ansa. Se retaron, salieron a un descampado que habían señalizado con sus capas y espadas y empezaron a acuchillarse sin que nadie los viese. Tan diestros eran en el manejo de las armas, que ninguno era capaz de herir al otro. Hasta que, por cansancio o por descuido, se le cayó la espada a Torrellas, que quedó a merced de su amigo: «Don Jerónimo, yo me doy por vencido y muerto por vuestras manos; lo que os pido es que nadie sepa lo que aquí ha pasado, sino que con perpetuo silencio quede entre los dos secretos. Y si no, matadme aquí luego, que más quiero morir que vivir con ignominia», exclamó. Jerónimo juró entonces guardar el secreto. Ambos envainaron las espadas y se abrazaron como buenos amigos.
A los pocos días, sin embargo, llegaron a oídos de Torrellas lo sucedido en aquel duelo. Como algunos caballeros se mofaban en su propia cara, pidió explicaciones a Ansa, que juró no haber abierto la boca y culpó a un clérigo que, según su versión, los había observado mientras cuidaba su ganado. Cuando el ofendido preguntó al religioso, no halló en él más que contradicciones. Furioso y contrariado, Torrellas fue al encuentro de Jerónimo y lo retó de nuevo. Ambos concertaron oficialmente el duelo a muerte.
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«Pidieron campo al Emperador. Dieron sus peticiones, suplicando que, conforme a los fueros de Aragón y leyes antiguas de Castilla, Su Majestad les diese licencia para pelear y les señalase el campo y armas para ello. El Emperador lo remitió al condestable de Castilla (…). Procuró el condestable apartarlos de esta contienda, mas nada bastó; y porque conforme a las leyes del reino no se les podía negar el campo, señalóles que fuese la pelea en la plaza de Valladolid. Otros dicen que en un campo junto a San Pablo», indica Sandoval.
El duelo se celebró el 29 de diciembre de 1522, hace ahora 500 años. Delimitaron la plaza con estacas y colocaron dos tablados, uno enfrente de otro. «En uno de estos tablados, ricamente adornado con paños de oro y seda, estaba una muy rica silla y su alfombra de seda y oro, y sobre la silla un dosel de brocado. La una era para el Emperador; la otra, para el condestable». Otros dos tabladillos, situados a los lados, quedaron reservados para parientes y amigos.
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La hora convenida fue las once de la mañana. Nada más sentarse el emperador Carlos V en su trono, le dieron una vara de oro «para que cuando Su Majestad quisiese que se acabase la pelea la arrojase en la plaza». A Torrellas le acompañaban su padrino, el almirante de Castilla, los duques de Béjar y Alburquerque «y otros muchos varones ilustres». Ansa, por su parte, llevó por padrino al marqués de Brandemburgo, a quien seguían los duques de Nájera y de Alba, el conde de Benavente, el marqués de Aguilar «y otros muchos grandes caballeros».
Antes de comenzar la pelea juraron ante un sacerdote, que llevaba el misal en las manos, que peleaban por defender su honra y que la causa era justa, «y que no harían mala guerra peleando con fraude, ni se aprovecharían de hechizos ni otra mala arte, ni de yerbas ni de piedras, sino que pelearían lisa y llanamente con aquellas armas, aprovechándose de sus fuerzas y destreza de sus cuerpos, esperando el favor de Dios, de San Jorge y de Santa María, en quien confiaban, que habían de mirar por su justicia».
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Después de comprobar que el peso de las armas estaba equilibrado, sonaron las trompetas y el pregonero del emperador explicó las reglas de comportamiento a los asistentes, a quienes se prohibía jalear, hacer ruido o señal alguna que pudiera distraer a los contendientes. Estos se entregaron con tal ardor a la pelea, que rompieron las hachas y siguieron «a brazo partido».
Viendo el emperador su bravura, y considerando «que era lástima que ambos o el uno muriese en batalla tan sin fruto», lanzó la vara dorada mandando parar la pelea y les ordenó «que de allí adelante fuesen muy buenos y verdaderos amigos». Pero no hubo manera. Ni siquiera los caballeros podían sujetarlos. Pedro y Jerónimo seguían gritando y desafiándose a muerte. Visiblemente enfadado, el condestable los echó de la plaza y, acto seguido, Carlos V mandó apresarlos. Así estuvieron varios días, hasta que, cansados, decidieron hacerse nuevamente amigos. «Mas nunca lo fueron de corazón», apunta Sandoval; «y así acabaron las vidas necia y apasionadamente, que son condiciones de los pundonores humanos».
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