«Allí, Pilar, pasé mucho frío, fíjate la ropa que llevaba puesta, pantalón de kaki, alpargatas sin calcetines, un país que casi todos los días llovía, y el día que no llovía estaba todo helado y teníamos de formar en el patio con un frío ... que hacía de 10 a 12 grados bajo cero, y para dormir al suelo sin manta, yo no creía poderlo resistir, porque no estaba acostumbrado con aquel horrible frío, algunos murieron no sé si era de frío o de enfermedad, pero yo creo de todo un poco, a mí también me salieron muchos granos con pus, parecía que toda mi sangre estaba infectada».
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Así relataba Francisco Jordá Poquet, militante de la CNT, la vida en uno de los dos locales habilitados como campo de concentración en Medina de Rioseco; era diciembre de 1938 y faltaban unos meses para que fuera fusilado. Jordá era uno de los cerca de 500 militantes republicanos hechos prisioneros por el bando sublevado y confinados en este tipo de presidios. De los 22 campos de concentración existentes en Castilla y León durante la contienda, cuatro se instalaron en Valladolid: uno en La Santa Espina, dos en Medina de Rioseco y uno más en el Monasterio de Santa María de Valbuena de Duero (San Bernardo). Así lo recogimos en el libro 'Cárceles y Campos de Concentración en Castilla y León', editado en 2012 por la Fundación 27 de Marzo, basándonos en documentación procedente del Archivo General Militar de Ávila, del Centro Documental de la Memoria Histórica (Salamanca) y del Archivo Municipal de Medina de Rioseco.
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Sonia Quintana
Estos campos no pueden equipararse a los establecidos por los nazis como lugares de exterminio, pues, si bien fueron un elemento claramente represivo, surgieron como respuesta al ingente problema de acumulación de presos en la retaguardia y en los frentes. En los campos franquistas, los prisioneros fueron clasificados según su «desafección» al bando sublevado, empleados en labores favorables al mismo, confinados muchos en Batallones de Trabajadores, sometidos a un proceso de depuración y «reeducación» conforme la ideología de los vencedores, y no pocos condenados a muerte previo procesamiento por un tribunal militar; y sufrieron, además, vejaciones y penurias de todo tipo. Las cifras de prisioneros en estos campos para toda España varían desde el medio millón aportado por Javier Rodrigo a los 700.000, o incluso un millón, calculado por Carlos Hernández de Miguel.
Los primeros campos de concentración vallisoletanos se pusieron en marcha en el verano de 1937, coincidiendo con la caída de Santander en manos sublevadas, lo que provocó la captura de cerca de 40.000 prisioneros. El de La Santa Espina quedó ubicado en el famoso Monasterio del siglo XII, mientras que en Medina de Rioseco se emplearon los cobertizos de la finca ganadera de Villagodio, situados a tres kilómetros del pueblo, y el del Canal, conocido como Grupo industrial «Paneras de Galindo». Más tarde, el 1 de mayo de 1939, con objeto de satisfacer las necesidades derivadas del final de la contienda, se puso en funcionamiento, con un total inicial de 2.007 prisioneros, el del Monasterio de Santa María en Valbuena de Duero (San Bernardo).
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En todos ellos, pero sobre todo en los de la Santa Espina y Medina de Rioseco, el hacinamiento y las malas condiciones higiénicas y materiales no tardaron en convertirse en un grave problema. En efecto, aunque informes oficiales planteaban una hipotética capacidad máxima de 3.000 prisioneros para La Santa Espina y más de 3.200 para Medina de Rioseco, lo cierto es que, al no acometer las reformas necesarias, el primero podía albergar, en condiciones dignas, a un máximo de 800 prisioneros, y el segundo, a 750 (325 en las Paneras y 425 en la Dehesa de Villagodio). Nada que ver con la realidad: en ambos casos no sólo se superaron los 2.000 prisioneros desde sus comienzos, sino que al final de la guerra llegaron a ser 4.132 los hacinados en La Santa Espina y 3.715 en Medina de Rioseco.
Además, los presos sufrían una preocupante carencia de agua, y en Medina de Rioseco los retretes se confeccionaban «a base de zanjas que se desinfectan diariamente con tierra y polvos de gas. No se puede utilizar otro sistema por la falta de aguas», anotaba el inspector. La alimentación, a pesar de lo propagado por las fuentes oficiales, siempre fue insuficiente. Testimonios de la época aseguran que el menú en La Santa Espina pocas veces eludía las lentejas con caldo, y que algunos reclusos llegaron a morir de hambre. A ello había que añadir la profusión de epidemias, algunas terroríficas por sus letales efectos. Por ejemplo, la del tifus en La Santa Espina o la del piojo verde en las naves de Medina de Rioseco, que incrementó aún más la mortalidad.
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Buena parte de los confinados fueron empleados en Batallones de Trabajadores, creados en 1937 para utilizar a los presos como mano de obra en cualquier tipo de tarea relacionada con la guerra, pero también en otras labores municipales. Por ejemplo, se sabe que en Medina de Rioseco trabajaron en la construcción de la Calle de las Armas y en diversas obras municipales, como limpieza diaria de las calles y de la plaza, conservación y reparación de vías públicas, fuentes y cañerías de abastecimiento y evacuación de aguas, reposición de las tierras procedentes de los portillos abiertos en los malecones de encauzamiento del río Sequillo como consecuencia de la crecida de las aguas, etc. Entre mayo y noviembre de 1939 dejaron de funcionar los campos de Valbuena de Duero y La Santa Espina; en Medina de Rioseco, sin embargo, aún aparecen contabilizados 625 reclusos en 1942.
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