El cronista | Estampas de ayer y de hoy
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Los brazos urbanos del río EsguevaSi tuviéramos que significar un elemento geográfico que más haya condicionado el crecimiento y la transformación de Valladolid, necesariamente debemos referirnos al río Esgueva, cuyos ramales han estado intrínsicamente vinculados a la ciudad, incluso desde mucho tiempo antes de que esta se fundase. Hoy ... en día sigue siendo un hito en la geografía urbana, discurriendo por varios barrios del oriente y del norte.
Junto al brazo septentrional surgió el núcleo romano que se desarrolló sobre un alomamiento situado en los entornos de la Antigua y de Portugalete, habiendo noticias de la probable existencia de otro enclave de cronología tardorromana en las inmediaciones del ramal meridional, en el espacio comprendido entre la calle María de Molina y la Academia de Caballería. Por su parte, la aldea medieval, que sería el embrión de la villa allá por el siglo X, se emplazó junto a ese ramal, en una zona geográficamente elevada y estratégicamente situada en las proximidades de su desembocadura en el río Pisuerga, punto de conexión que se encontraba en lo que actualmente es el extremo más occidental del jardín de la Rosaleda. El Esgueva Norte fue su límite natural y, en parte de su recorrido, se utilizó como foso asociado a la primera muralla. Una vez sobrepasado ese cauce e integrado su desarrollo en la vida urbana, el brazo meridional pasó a constituirse hasta el siglo XVIII como el nuevo límite.
El río Esgueva nace al pie de la Peña Cervera, en Burgos, atraviesa tierras de esa provincia, además de las de Palencia y Valladolid, y se dividía en dos cauces al cruzar el conocido como puente de la Reina, que se ubicaba en la unión de los términos de la capital con Renedo de Esgueva. Esta bifurcación tenía un carácter geográfico, si bien con el paso del tiempo, especialmente en los siglos XVIII y XIX, pasó a convertirse en una compartimentación artificial, preparada para controlar el irregular y estacional cauce del curso fluvial, contando con personal dedicado a su cuidado y mantenimiento.
El ramal septentrional, también llamado interior puesto que transcurrió por dentro de la ciudad durante más siglos que su hermano meridional, entraba por el Prado de la Magdalena, abasteciendo de agua a las aceñas del Prado, de origen medieval, y que desde la segunda mitad del siglo XIX fueron reaprovechadas en la fábrica de papel continuo de José de Garaizábal. En su discurrir por ese paraje, que en época Moderna fue zona de esparcimiento de la ciudadanía, describía algunos meandros y contaba con diversos regatos y pequeños afluentes.
En el actual cruce de la calles Real de Burgos y Sanz y Forés se encontraba el puente del Prado o de las Chirimías, donde surgía una bifurcación que transcurría por la superficie que en la actualidad ocupa el Hospital Clínico (trazo que desapareció hacia 1756, tras las obras de remodelación y embellecimiento del Prado), para volver a encontrarse en el puente de la Virgencilla, situado en el punto donde confluyen actualmente la avenida de Ramón y Cajal y las calles Paraíso y Sanz y Forés. La trayectoria continuaba por las calles Paraíso, Marqués del Duero, Solanilla, Magaña, plaza de Portugalete, Bajada de la Libertad, plaza de Cantarranas, calle Platería, plaza del Val, calle Sandoval, calle San Benito y plaza del Poniente. Atravesaba el paseo de Isabel La Católica y desaguaba en el río Pisuerga, aguas abajo del puente del Poniente, teniendo el recorrido descrito unos 2,5 kilómetros. Contó con un afluente, el arroyo de la Cárcava, que se encontraba en la actual calle Núñez de Arce.
El segundo brazo, el exterior históricamente, discurría en paralelo al anterior y entraba por el contemporáneo barrio de los Pajarillos, pasaba por la plaza de los Vadillos y proseguía por la calle del Doctor Montero. En este punto hubo un salto de agua que primero dio fuerza motriz a un molino y en época más reciente a la tejería de La Cerámica, propiedad de la familia Silió. Aquí, se ensanchaba notablemente, contando con algún pequeño afluente que acabaría reconvertido en caz de distribución. Continuaba por la calle Pérez Galdós hasta la plaza Circular, para seguir, con un cauce más amplio y profundo, por la calle Nicolás Salmerón, la plaza del Caño Argales, la calle Dos de Mayo (donde había otro salto que aprovisionaba a un molino y, desde mediados del XIX, a la fábrica de harinas de Juan Antonio Fernández Alegre), la plaza de Madrid y la calle Miguel Íscar, cruzaba la calle Santiago, la calle María de Molina y la parte trasera de la Academia de Caballería, en paralelo a la calle Doctrinos, y desaguaba en el río Pisuerga a través del puente del Cubo o del Espolón Viejo, situado en las inmediaciones del actual, y posterior, puente de Isabel La Católica. Su desarrollo tendría, aproximadamente, 2,42 Km.
Además, se ha llegado a considerar la existencia de un tercer ramal, que se encontraría por delante del Palacio Real y cerca de la Cerca Vieja, en el paraje de la Cascajera, que es como se conoció durante la Edad Media a las inmediaciones de la plaza de San Pablo, prosiguiendo desde allí por la actual calle de San Quirce. En realidad, se desconoce su trayectoria desde la periferia de la ciudad y su conexión con el resto de brazos, y algunos investigadores han llegado a plantear la posibilidad de que se tratase realmente de una confluencia de arroyos y surgencias naturales, habituales en un terreno de vega fluvial, que discurrían por una zona de vaguada existente al Norte de la urbe histórica, y que en un momento dado fueron encauzadas mediante una alcantarilla.
Otra conducción de estas características, pero de mayor envergadura y fechada en época Moderna, se ha conservado en el subsuelo de las calles Angustias y Bajada de la Libertad, con una estructura abovedada de sillares calizos, que se prolongaba desde el puente del Bolo de la Antigua, en el arranque de la calle Solanilla, hasta la calle Ebanistería, donde volvía al cauce del Esgueva Norte. Debía recoger las aguas retenidas en la Plazuela Vieja (parte de la actual calle Angustias), frente al palacio del Almirante (en cuyo solar, tras su derribo, se levantó el Teatro Calderón).
Enfrente de las puertas de la Cerca Vieja, en las salidas y vías de comunicación del primer hábitat medieval, se fueron construyendo, entre los siglos XI y XIII, los puentes más antiguos que se conocen sobre el brazo septentrional, levantados fundamentalmente en madera. Sería el caso de las conexiones que arrancaban de la puerta de Hierro, junto al Alcázar, donde se dispondría el puente de San Benito; del postigo del Trigo en la judería, frente al cual se situó el puente del Val o de los Vinagrosos; de la puerta del Azoguejo, frente a la cual se ubicaría el puente de la Costanilla en el camino hacia Simancas; y de la puerta de los Baños (al final de la calle de las Damas, actual Leopoldo Cano), donde se ubicó el puente del Corral del Abad, origen del posterior de las Carnicerías.
El crecimiento en la Baja Edad Media dejó obsoleta la cerca y se erigió una nueva muralla, que acogería tanto el barrio nacido por iniciativa del conde Ansúrez y sus sucesores en las inmediaciones de la Antigua como el resto de las parroquias que habían crecido extramuros, en torno a las diferentes ermitas. El brazo Norte se integró en la geografía urbana y condicionó la configuración del callejero, salvándose sus riberas con los puentes anteriores y con otros más, como fueron los casos de los de la Parra, de Revilla, de Magaña, de Gallegos o del Bolo de la Antigua, que se fueron construyendo según requería el avance urbanístico.
Por su parte, la segunda muralla se situaría muy próxima al ramal meridional, requiriéndose otra serie de vados entre finales del Medievo y los inicios de la Modernidad, para enlazar con las salidas de la ciudad, caso del puente de la Puerta del Campo, que se encuentra en la calle Santiago, o el de las Puertas de Tudela, situado en la actual plaza Circular, así como para enlazar con barrios exteriores, como fue el caso del puente del Rastro que permitía la conexión entre el Matadero (situado donde hoy en día se encuentra el Banco de España) y los rediles donde se guardaba el ganado, el de Zurradores en la calle Panaderos, el de la Niña Guapa en la calle Labradores, o el puente de los Vadillos, que se situaba en la franja septentrional de la actual plaza, en su confluencia con la calle Santiago Rusiñol.
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Jesús Misiego
La configuración de estos vados, ya con sillería de piedra en su estructura, se mantendría entre los siglos XVI y XIX, existiendo noticias de las continuas y numerosas obras de reparación debidas a los daños sufridos por el desgaste del paso del tiempo y, sobre todo, por las frecuentes inundaciones que sufrió el centro de la ciudad, propiciadas por los crecimientos estacionales del cauce. Hay constancia documental de avenidas del río desde, al menos, el siglo XII, siendo especialmente reseñables, por su virulencia y afección al caserío, las acontecidas el 4 de febrero de 1636 y el 25 de febrero de 1788.
Nuevas circunstancias, relacionadas también con el continuo crecimiento, acercaron la urbe a los cauces del río. Es el caso de la construcción de la tercera cerca en el siglo XVII, con un marcado carácter fiscal y recaudatorio, lo que obligó a la erección de nuevos puentes como los de la Cárcel, en la actual plaza del Poniente, o los arcos que salvaban el paso por el pantanoso Prado de la Magdalena (punto donde incluso se llegaron a instalar verjas de hierro en las arcadas, para evitar la entrada y salida del contrabando de mercancías), y que se han conservado en el parque de los Viveros.
También es el caso de la llegada del ferrocarril a la ciudad, cuya primera línea se construyó entre 1856 y 1864, siendo necesario disponer otros dos puentes para salvar los cursos del Esgueva, uno en la confluencia de las actuales calles Nochevieja y Andrómeda, que fue desmantelado hace unos años para la instalación de un paso subterráneo bajo el tendido ferroviario, u otro más al mediodía, el aún existente puente de los Tres Ojos o Encarnado, junto a la calle de la Salud, que conserva su finalidad primigenia. Se han llegado a documentar hasta 19 puentes en el ramal Norte y otros 9 en el Sur.
Sin embargo, la imagen idílica de una Venecia vallisoletana no debió ser tal, por cuanto los cauces se emplearon desde muy temprano como zonas de desagüe, vertedero y cloaca de la ciudad, especialmente en el brazo septentrional. Aunque se dictaron ordenanzas municipales, desde mediados del siglo XVI, alertando de ese mal uso y de las multas que conllevaba, la ciudadanía hizo caso omiso y los vertidos continuados provocaron que los ríos fueran focos de malos olores, infecciones e inclusive de proliferación de pestes y epidemias.
De esta forma, la mala fama del Esgueva quedó plasmada en textos de numerosos literatos, entre los que cabe mencionar a Pinheiro da Veiga en 1605, Luis de Góngora en 1603, Rafael Floranes en 1786, Antonio Ponz en 1783 u Ortega Zapata entre 1830 y 1847. Ante esa mala salubridad y la necesidad de mejorar la higiene urbana, el Consistorio emprendió la ardua y costosa labor de encauzar los trazados del río, y pese a la endémica penuria económica municipal pudo sufragarse mediante préstamos, venta de bienes y parcelas, así como con ocasionales aportes de los propios vecinos.
El encauzamiento y el cubrimiento de los ramales históricos del Esgueva puede considerarse como una de las obras más destacadas promovidas por los gestores municipales a lo largo de su historia. La mayor parte de su desarrollo se llevó a cabo en la segunda mitad del siglo XIX, prolongándose en algunos casos puntuales hasta principios del XX (principalmente en el brazo meridional), uniéndose los tramos comprendidos entre los antiguos puentes mediante galerías abovedadas, bien de piedra caliza y ladrillo en el ramal Norte, bien de sillería en el Sur.
Estas obras incidieron positivamente en la ampliación de suelo municipal, por cuanto una vez cubiertos los cauces se crearon calles y plazas que aportaron mayor espacio y nuevas posibilidades a la ciudad. En tres de los espacios ganados al río se crearon plazuelas abiertas en las que se instalaron en los años 80 del siglo XIX los mercados de abastos de Portugalete, Campillo y del Val, mientras que en otros ámbitos se crearon parques urbanos, cuyo mejor exponente es la plaza del Poniente, levantada sobre el antiguo Soto del convento de San Benito. Otro ejemplo singular es la creación del Nuevo Bulevar del Rastro, nombre que se dio en principio a la que conocemos como calle Miguel Íscar, donde se instalaría una buena parte de la burguesía vallisoletana a finales del siglo XIX.
Sin embargo, la conversión en cloaca cubierta, a la cual acabarían vertiendo de nuevo los residuos de los edificios y construcciones levantadas sobre los antiguos cursos, no fue la mejor solución para la salubridad, por cuanto persistían los olores y los problemas higiénicos. A partir del proyecto general de saneamiento, redactado por el ingeniero Recaredo Uhagón en 1890, se estableció la necesidad de colmatar los cursos históricos, desarrollándose un nuevo cauce por el exterior de la ciudad que llegaba hasta la desembocadura en el salto de Linares, cuyas obras concluyeron en 1912 (aunque posteriormente se han realizado, en diferentes momentos, obras de adecuación y mejora). Curiosamente, la propia evolución urbana volvió a situar ese curso dentro de la ciudad. Los proyectos de José Suarez Leal, de 1909 para el brazo septentrional y de 1914 para el meridional, ejecutados en los años siguientes, propiciaron la desaparición completa de los antiguos cursos de la faz urbana.
Los descubrimientos arqueológicos de los últimos decenios, deparados tanto por obras públicas como privadas, han permitido redescubrir los antiguos puentes fluviales, entre los que destacan, por su envergadura, los de San Benito, Platería y Carnicerías, así como estudiar con detalle la estructura del encauzamiento, permitiendo cambiar los antiguos planteamientos destructivos del crecimiento urbanístico por otros más actuales de conservación y respeto hacia las antiguas infraestructuras fluviales (tal y como se recoge en la vigente normativa urbanística municipal), consiguiéndose de esta forma preservar un legado histórico de primer orden, a la par que se convierte en un atractivo cultural y patrimonial.
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