Asesinado por su mujer y su cuñado: el crimen vallisoletano que inspiró a Emilia Pardo Bazán
Valladolid, crónica negra ·
El cadáver de Tiburcio Pérez fue encontrado la noche del 30 de marzo de 1891 cerca del Pinar de Pericote por un jornalero. Horas antes su esposa y el amante de esta lo habían asesinado con un cuchillo, aprovechando que estaba borracho
Ha pasado a la historiacomo el asesinato por adulterio que inspiró a Emilia Pardo Bazán para escribir el crimen de la Erbeda en «La piedra angular». Y es que recoge todos los ingredientes necesarios: amor, adulterio, violencia, crimen pasional y horrible ajusticiamiento.
Provincia de Valladolid, 30 de marzo de 1891. Un jornalero, vecino de Alcazarén, pasea por el llamado pinar de Pericote, cerca del camino de Mojados a Brazuelas; de pronto advierte la presencia de un hombre tendido en el suelo. Temeroso, se aproxima a él pero ni le toca. Presiente lo peor. Sale en busca de ayuda y encuentra a dos aserradores vecinos de Pedrajas. Los tres comprueban que se trata de un cadáver.
Es la una de la tarde cuando el juzgado municipal de Alcazarén se constituye en el lugar de los hechos. Pese a que el cuerpo apenas presenta manchas de sangre más allá de unas muy pequeñas en el cuello de la camisa, las causas de la muerte son diáfanas: una herida profunda en el cuello y golpes brutales en la región maxilar derecha. La ausencia de signos de violencia demuestra que el cadáver ha sido conducido desde otro lugar.
La pericia judicial da enseguida con el nombre de la víctima: Tiburcio Pérez, alias el Rata, un conocido vecino de Mojados. De todos los testigos interrogados por la Guardia Civil, hay uno que se contradice de manera flagrante: su propia esposa, Victoriana Pérez, de 28 años.
«Y como detrás de la soga va el caldero, a las sospechas contra Victoriana no tardaron en seguir otras sospechas contra su cuñado y amante, Gumersindo del Pozo, ambos de Mojados», puede leerse en la prensa nacional. Ambos son conducidos a prisión e incomunicados.
Sin rastro
Salvo un leve reguerillo de sangre que va hasta el río, la Guardia Civil no halla rastro alguno del crimen. Pero los vecinos, en voz casi unánime, no dudan en señalar a los culpables: las relaciones extramatrimoniales entre Victoriana y su cuñado son «vox populi» en el pueblo.
Con denuedo trata ésta de alejar de sí el fantasma de la sospecha: declara que ese día, 30 de marzo de 1891, estaba sola en casa cuando desapareció su marido; que fue avisada por la hermana de éste de su muerte; que luego se animó a ir a Alcazarén para ver el cadáver; y que de inmediato pensó en los posibles autores del crimen: el zapatero, el veterinario, otras mujeres, alguna antigua novia de su esposo?
Gumersindo no se muestra más explícito: hacía tiempo que no veía a su cuñado y amigo, con cuya mujer sólo mantenía, y mantiene, relaciones de buena amistad; se enteró de su muerte por pura casualidad, quiso ir al lugar de la desgracia pero le disuadieron; finalmente, no fue.
Pasan los días. Los muros de presidio ahogan a Gumersindo. La soledad lo retuerce y la conciencia lo acecha. Y canta. Y achaca buena parte de la culpa a la amante. Asegura que, alertado por ella y por uno en el pueblo que llaman el Pedrejero, supo que Tiburcio planeaba matarle. Victoriana le animó: «Estando en mi casa, a eso de las diez y media de la noche (?), vino mi cuñada y dijo que su marido la había pegado un trastazo y temía que le pegara más, porque estaba borracho como una cabra y, por tanto, qué mejor ocasión podía presentarse para matarle. Yo le dije que «bueno»». Y fue a casa de Tiburcio.
Lo encontró dormido. «Entonces ella me entregó un cuchillo y me dijo que si yo no lo mataba, lo mataría ella. (?) La Victoriana puso un barreño en el suelo, debajo de la cabeza de su marido, porque desde luego pensaba que habría de arrojar mucha sangre (?). Después yo cogí el cuchillo que tenía la Victoriana, cogí a Tiburcio por un brazo y le hundí el cuchillo hasta la mitad de la garganta. (?) Le atravesé de un lado a otro, abrió una o dos veces los ojos y dejó de existir antes de cinco minutos. Como al clavarle el cuchillo hizo un movimiento con las piernas, la Victoriana se las sujetó. En el barreño cayó una gran cantidad de sangre, que me salpicó algo la ropa y las botas».
Ambos, prosigue Gumersindo, metieron el cadáver en un saco y lo subieron a una burra. «Me lo llevé con intención de arrojarlo al río que pasa un poco más allá de Alcazarén, pero, antes de llegar, sentí ladrar a unos perros, y temeroso de que pudieran descubrirme, lo dejé en el sitio donde después apareció. A su lado dejé un hacha que yo llevaba, para hacer creer que el muerto había tenido alguna cuestión, pero luego me arrepentí, no fueran a conocer el hacha, y con ella le di dos golpes en el pescuezo».
Hicieron desaparecer las pruebas arrojándolas al río. «Volví a casa de la Victoriana, le dije que todo estaba hecho, la mandé que limpiara bien, y a las dos de la madrugada regresé a mi casa y me acosté». Tiburcio compartía cama con su hija Sofía, de dos años y medio: no se enteró de nada mientras Gumersindo lo mataba.
Victoriana confirma el relato casi al cien por cien: la suerte está más que echada. De nada les servirá desdecirse en el juicio, alegar que todo lo declarado era falso, producto de los maltratos en prisión. De nada les servirá echarse mutuamente las culpas. La vista tuvo lugar el 9 de abril; acusan el fiscal, señor Ferreiro y, en nombre del padre y la hija de la víctima, Eladio Quintero; ambos piden pena capital. A Victoriana la defiende César Silió y a Gumersindo, Jacobo del Río.
La defensa es audaz, valiente, con ribetes de credibilidad. Pero no consigue salvarles de la muerte. Ésta tendrá lugar en Olmedo, el 10 de diciembre de 1891 y en circunstancias más que trágicas.
Nadie, a esas alturas, quiere verles morir. Gumersindo, de 29 años, deja esposa y cinco hijos; Victoriana, una niña de dos años y medio. Las peticiones de indulto no se hacen esperar: el alcalde, el cabildo catedral? hasta el acusador privado. Pero no hay piedad. Ambos se arrepienten y rezan la noche antes; Gumersindo se desmorona, luego se recupera. Escribe una conmovedora carta a su padre y a sus hermanos en la que se despide del mundo «para gozar del verdadero, que es por toda la eternidad». Victoriana llora: «¡Qué poca caridad se ha tenido conmigo! ¡Ay, hija mía!, ¡ay mi pobre marido!».
No le tiembla al pulso a Lorenzo Huerta, maestro del garrote vil, veterano verdugo de 56 años que lleva más de 80 ajusticiamientos a sus espaldas. Victoriana muere al instante. Pero Gumersindo no para de hablar. Aprieta el verdugo, destapa su cabeza? y el reo sigue moviendo labios y ojos. Vuelta al garrote? y Gumersindo aún con pulso ¡Terrible final! Los 8.000 espectadores apenas lo pueden soportar. El juzgado instruirá expediente: el mal estado de los aparatos impidió cumplir la ley que establecía la muerte rápida.
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