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El misterioso asesinato en el convento

El misterioso asesinato en el convento

Valladolid, crónica negra ·

Mariano Fernández, un joven novicio del Convento de los Filipinos, moría a manos de Antonio de la Cuesta, un viejo amigo compañero del convento, con quien estaba enemistado en el momento de la muerte

Martes, 7 de diciembre 2021, 07:33

La prensa anticlerical se frotaba las manos mientras las mentes más pudorosas de la ciudad se santiguaban al escuchar y leer la noticia. Un horrendo crimen había tenido lugar en un convento insignia de Valladolid.

Ocurrió en pleno verano, con los rigores del calor y en medio de una atmósfera que, en teoría, debía respirar obediencia, sosiego, mansedumbre, recato y compañerismo.

El suceso sacudió las conciencias por el escenario en que tuvo lugar y los jóvenes que lo protagonizaron. Valladolid, Convento de los Filipinos, 3 de julio de 1882. Un novicio es asesinado por un profesor. ¿La causa? Desconocida. Sólo se sabía que una pequeña navajita había perforado el corazón de Mariano Fernández Nalda, un joven de 18 años, natural de la provincia de Zamora.

Las primeras noticias saltaron a la prensa mediada la quincena de julio. Las versiones eran para todos los gustos. Mientras unos sostenían lo inexplicable del caso a tenor de la amistad que unía a los dos protagonistas, que habían estudiado juntos antes de pasar a Valladolid para completar su educación científica y religiosa, otras interpretaciones aludían a secretos inconfesados que pronto saldrían a la luz.

La explicación más extendida, reproducida en diversos periódicos nacionales, despejaba algunas dudas. Aseguraba que de aquella vieja amistad apenas quedaban cenizas, que «el muerto y el matador estaban enemistados desde hace algún tiempo por causas que aún no se han hecho públicas».

Navajazo

Era por la tarde cuando ambos se toparon, quién sabe si por casualidad, y comenzaron la discusión. «El primero salía del cuarto escusado a tiempo que llegaba el novicio fray Antonio de la Cuesta»; uno «tuvo algunas palabras un poco vivas» con el otro, y «de las palabras pasaron a las obras». Fue entonces cuando De la Cuesta «le asestó un fuerte golpe con una navajita, clavándosela en el corazón y cayendo el agredido al suelo, expirando a los pocos minutos, después de dar algunos pasos».

El juzgado se presentó en el lugar nada más tener noticia del suceso. El reo confesó el crimen de inmediato. «¿Hubiera llegado el lance a tan doloroso extremo si el novicio de Valladolid no hubiera tenido la navaja en su poder?», se preguntaba el periodista, al tiempo que otros rotativos no tardaban en salir en defensa del convento pucelano, herido en su imagen por lo ocurrido:

«El suceso causó honda sensación entre los reverendos padres del famoso convento de filipinos, pero de ningún modo afecta a la reputación de este colegio, que desde el año 1743 en que se fundó por concesión de Felipe V, ha venido prestando inmensos servicios, educando a millares de jóvenes que han sido y son los ilustrados misioneros que han expuesto en ocasiones hasta sus vidas para enseñar a los indios la religión católica y conservar en aquellas islas la pureza del culto y el amor a nuestros soberanos».

Para añadir más mordiente al asunto, en agosto se supo que el abogado defensor de Antonio de la Cuesta sería el famoso catedrático y ex ministro republicano José Muro, que habría de vérselas con el fiscal García Valladolid. No había acusación privada.

La lógica acompañaba todas y cada una de las aseveraciones del fiscal, para quien la reyerta, nacida simplemente de un ataque de rabia y saldada con la muerte del profeso zamorano, debía ser calificada como homicidio; solicitaba una pena de doce años y un día de presidio más la indemnización correspondiente a la madre del finado.

Mucho más rocambolesca resultó la interpretación de la defensa. Aducía Muro -y difundían por doquier los rotativos clericales- que Antonio de la Cuesta, natural de Los Balbases, en la provincia de Burgos, siempre se había caracterizado por su «conducta ejemplar» y su «carácter dulce y respetuoso», en modo alguno ofensivo.

Empeñado en cargar las tintas sobre el carácter fortuito del triste suceso, presentó al acusado, a la una de la tarde, es decir, «a la hora del silencio», reflexionando en «los lugares escusados del convento» con una navajita en la mano derecha. ¿Para qué? Muy simple: con ella «iba cortando un palo, pues trataba de hacer un aparato para resolver el problema del movimiento continuo».

En esas estaba cuando se topó con Mariano, que salía al mismo tiempo del mismo lugar; al principio, siempre según la versión de Cuesta, la falta de luz les impidió reconocerse. Hasta que cruzaron unas breves palabras y cayeron en la cuenta.

Entonces ocurrió lo inexplicable. Al acusado no se le ocurrió manera menos verosímil de justificar el asesinato que achacarlo a la manera de despedirse: «Coincidiendo el saludo con la inclinación del cuerpo, que, según costumbre conventual, hizo al despedirse Mariano, penetró en el pecho la hoja de la navaja y cayó para no levantarse más».

Al ruido de la caída acudieron varios padres y colegiales. Fernández Nalda yacía sobre su propio charco de sangre. «Cuesta pedía que lo mataran, revelando gran perturbación y agudísima pena», seguía el defensor; «abrazado al cadáver de su hermano, besó su inocente sangre, hasta que fue retirado de aquel sitio y conducido a la cárcel de Chancillería, donde fue presa de la mayor agitación, de insomnio y de llantos interminables».

En resumidas cuentas, Antonio de la Cuesta atribuía el suceso «a la fatalidad, a la inclinación de su compañero al despedirse y a otras varias circunstancias, no a intención criminal».

Como era de esperar, el jurado no creyó una palabra del acusado. Siguiendo las teorías del fiscal, el 13 de julio de 1883, Antonio de la Cuesta Sainz fue condenado por homicidio a doce años y un día de prisión y a pagar una indemnización de 2.000 pesetas a la madre de Mariano Fernández Nalda.

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