Vivir sin techo en plena pandemia del coronavirus es «una pesadilla». Una situación que Enrique –65 años, pantalón de pana ancho, botas de montaña, camisa de cuadros y abrigo rojo– no se la «desea» ni a su «peor enemigo». Este vallisoletano –«muy orgulloso de ... serlo», espeta– viaja desde hace unos dos años hacia ninguna parte. Sin rumbo fijo. La empresa para la que trabajaba «cerró» y se quedó «sin nada». Desde entonces no ha encontrado una pensión «asequible» en la que alojarse. «Lo más parecido a un hogar» que ha tenido estos últimos meses, cuenta, es un porche de la calle Montero Calvo, donde pasa las horas desde septiembre de 2019.
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Consejos y recomendaciones
Su torso se encorva mientras tose en repetidas ocasiones. Intenta recostarse porque, dice, le «duele todo» después de estar «tantas horas tumbado». «Mira, te voy a decir una cosa», propone ante la atenta mirada de sus dos «compañeros de piso», como se refiere a Paco –41 años, pantalón vaquero, chaqueta negra, de origen africano y vecino de la ciudad desde hace trece– y a Jesús –andaluz de 37 años residente en la capital desde hace año y medio, ataviado con pantalón vaquero, playeras y sudadera azul–. «Con todo esto del coronavirus nos han dicho que no podemos estar aquí, que nos fuéramos, pero ¿dónde vamos? Ojalá tuviéramos un sitio al que ir y en el que poder quedarnos. Les dije que mi casa son estos cartones, es lo único que tengo y no puedo ir a otro sitio», reconoce Enrique.
Ellos son una de las partes olvidadas de la crisis sanitaria. Forman parte de una realidad que califican de «inaceptable». Esta «familia temporal» que han constituido está a la espera de que les «tengan el cuenta» y les ofrezcan una alternativa social. «Algo he oído de que estaban habilitando un espacio para que podamos ir, pero hasta que no lo vea no me lo creo. Del dicho al hecho hay un gran trecho», apunta Jesús. «Ojalá nos estemos equivocando y lo pongan rápido en marcha. El coronavirus también puede tocarnos a nosotros», añade Paco.
Balance en la comunidad
Este último, electricista de profesión, fue el último en llegar con su mochila y su saco de dormir a Montero Calvo. Hace «tan solo unos pocos días», cuando estalló la alerta, el propietario del piso en el que vivía le echó por «miedo». «El mío es un caso raro. No tenía contrato, le entró el miedo por el virus y nos echó. No tengo dónde ir», lamenta. Jesús, por su parte, se quedó en la calle hace 24 días. Le despidieron y se quedó «con un brazo delante y otro detrás». Ninguno de los tres ha comentado su situación a sus familiares «por no preocuparles» –dicen que ya tienen «demasiado con sus cosas»–. No saben qué será de ellos, pero si hay algo de lo que están convencidos es de que «saldremos juntos de esta».
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