
«No podía ni coger el tenedor para comer, era una pesadilla»
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Roza Milchova, de 59 años, estuvo un mes ingresada en el Río Hortega y dos meses y medio más en el Benito Menni para recuperarse de las secuelas que la dejó la covidSecciones
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Roza Milchova, de 59 años, estuvo un mes ingresada en el Río Hortega y dos meses y medio más en el Benito Menni para recuperarse de las secuelas que la dejó la covid«Me falla la memoria, hay veces que se me olvidan conversaciones con la gente o, si desayuno, por la tarde ya no me acuerdo». Roza Milchova, búlgara de 59 años asentada en Valladolid desde hace quince, se contagió de coronavirus a finales de agosto, cuando la segunda ola estaba cogiendo impulso en el país. Desconoce cómo. Las nieblas que desde entonces invaden su mente tampoco ayudan. Le cuesta hablar de periodos, del mes que la covid la obligó a estar postrada en una cama del hospital Río Hortega de la capital vallisoletana –de los que 17 días permaneció en la UCI, intubada–. Insiste en que «no es porque no quiera hablar de ello», es porque no lo recuerda. «Un día me despierto, me veo en un sitio como una clínica y ni siquiera sabía que estaba en el hospital», admite Milchova.
Era 14 de septiembre, lunes, y esta mujer, cuidadora de personas mayores, llevaba ya dos semanas intubada en el Río Hortega. «Me desperté y lo primero que vi fue el calendario. Ponía que era 14 de septiembre y dije: 'Pero bueno, ¿dónde he estado yo tanto tiempo?'», asevera.
El último recuerdo que tenía desde entonces era en el domicilio de la anciana a la que atiende. Era 30 de agosto y Roza Milchova acudió, como cada día, a su puesto de trabajo. Antes, llevaba ya unos días con malestar general –«no tenía ganas de comer, tenía tos y mocos y me mareaba, pero como no tenía fiebre jamás me imaginé que podía ser coronavirus», señala–, aunque resalta su extrañeza por haber dado positivo en covid porque «solo salgo para ir a casa de esta mujer a trabajar y luego a comprar pan y algo de comida, no me juntaba con nadie».
Pero hasta ahí. Su memoria no retuvo el instante en el que cayó enferma ni cómo y cuándo la llevaron al centro hospitalario. Tampoco los WhatsApp que se intercambió con sus hijos esa misma noche para comunicarles que estaba ingresada y transmitirles tranquilidad. «No me acuerdo quién me llevó a urgencias. Luego, cuando desperté, me enteré que habían sido la hija y el yerno de la señora a la que cuido los que me habían llevado al médico, pero por más que intento hacer memoria, nada», lamenta Milchova, mientras reconoce que se quedó «sorprendidísima» cuando, tras abandonar el Río Hortega y recuperar su teléfono móvil, vio que se había intercambiado mensajes con sus familiares y no tenía constancia de ello.
Creía que lo peor ya había pasado. Que había sido todo un mal sueño, como todos aquellos que sufrió noche tras noche, sin saber dónde estaba ni qué la pasaba. Pero cuando retomó la consciencia, los profesionales sanitarios le dieron un «duro palo»: Roza Milchova no podía andar. «Una semana después me enteré de que no podía andar. Lo he pasado muy mal», indica, al tiempo que afirma que «no podía coger el tenedor o el cuchillo para comer. Me ponían la comida en la boca, era como una pesadilla», subraya esta vecina del barrio de Las Delicias.
Toma aliento. Se detiene después de pronunciar cada palabra y se ayuda de gestos para transmitir «lo máximo posible» su agradecimiento a los profesionales sanitarios. «Me hicieron un tratamiento con células madre y gracias a eso estoy aquí hoy, contando mi experiencia. Si estoy viva es gracias a ellos. Estuve un tiempo entre la vida y la muerte, más hacia la muerte, y consiguieron sacarme adelante», cuenta Roza Milchova visiblemente afectada, con la voz resquebrajada. «Estoy viviendo una segunda vida y me ha servido para valorar lo que tenía y tengo. Voy a disfrutar de ello y ser feliz. A partir de ahora, nada de llorar ni pasarlo mal».
Un mes después, a principios de octubre, las huellas que la covid-19 dejó en su cuerpo le 'obligaron' a ingresar en el Benito Menni de la ciudad para terminar de recuperarse. Allí estuvo hasta el pasado 11 de diciembre, jueves. Para ellos también tiene palabras de agradecimiento: «Se han portado muy bien conmigo, me han ayudado a andar y a comer de nuevo, no puedo estar más feliz por haber conocido y estado con personas tan maravillosas y buenas», apunta.
Casi cuatro meses después, su vida es otra. El coronavirus ha dejado rastro. «Cuando empecé a andar parecía que estaba pisando cactus. Ahora tengo dolores de cabeza y la pierna izquierda está casi siempre dormida, aunque sí que es verdad que tengo dos hernias discales y puede ser por eso», confiesa esta mujer, quien se considera una «persona fuerte, sin miedos y con ganas de vivir». «Solo pido a la gente que tenga cuidado. Yo nunca imaginé que podía contagiarme porque estaba siempre protegida, con mascarilla y desinfectando todo, pero nos puede tocar».
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