José Luis Lera, en unas jornadas taurinas en 2011. Antonio Quintero

Obituario

Lera, siempre en maestro

«Era coqueto, y también era cortés, galante, caballeroso, ocurrente y, llegado el punto, refunfuñón, rijoso, cáustico y hasta irreverente»

Sábado, 13 de enero 2024, 19:43

Lera guardaba siempre un cárdigan viejo de punto en uno de esos cajones-gaveta de su mesa en la vieja Redacción de Duque de la Victoria, hábito cotidiano que descolocaba a un pipiolo madrileño de 23 años que entraba en la sede de El Norte ... como el novicio que holla por primera vez el sancta santorum del templo. Eran tiempos de goma arábiga y pincel, de cuartillas hechas de las bobinas del papel en el que se imprime el periódico, esas en las que Delibes creó un universo de historias y personajes que ya son eternos y que a nosotros nos servían para un corta y pega con los teletipos del día, el caso Juan Guerra, el penúltimo atentado del IRA, el conflicto palestino…

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Lera, indefectiblemente, a eso de las ocho, interrumpía sus tareas informativas y se iba a cenar a su casa de la calle Muro para, al cabo de un rato, volver al periódico a rematar la edición y con ella una jornada que casi nunca acababa antes de las once, sin contar el tiempo extra de la copa (en singular) de después, cita diaria ineludible que le erige en auténtico pionero del afterwork pucelano, distinción esta que habría recibido achinando los ojos en una sonrisa pero que le habría parecido una solemne chorrada.

Lera era coqueto, «avísame cuando entra una veterana para que me quite las gafas viejas por las de montura moderna», y también era cortés, galante, caballeroso, ocurrente y, llegado el punto, refunfuñón, rijoso, cáustico y hasta irreverente, si bien esa senda la recorría muy pocas veces y en todas ellas sabía encontrar el camino de vuelta para, si era menester, disculparse.

Lera arremetía contra cualquier indicio de modernidad vacua. Aún recuerdo su voz atronadora, que se escapaba por los balcones que daban a Montero Calvo 'celebrando' el disparate de aquella reforma educativa que había sepultado el recreo escolar para dar paso al sin duda más vanguardista segmento de ocio. Mejor no tocamos lo que pensaba de algunas de las últimas perversiones de la corrección, empeñadas en encontrar munición pesada en cualquier expresión hasta anteayer inofensiva.

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Lera escribía como los ángeles, con el poso de quien ha vivido y leído mucho, con la misma elegancia con la que bailaba en aquellos extintos antros de los 90 donde se dejaba llevar cuando cambiaba la copa habitualmente tranquila por las veladas en las que se contagiaba de nuestra juventud y a modo de compensación nos regalaba los aerosoles de su jovialidad. ¿O era él el que ponía ambas?

Lera era, por convicción, guardián de las esencias de un mundo que casi ya solo se conjuga en pretérito pero que va a sobrevivir aunque sea diluido en el inconsciente de los que le conocimos, de quienes le queremos. Con menos éxito del que hubiera deseado, he intentado a menudo ser un remedo siquiera burdo de su caballerosidad y elegancia. En el cajón de mi mesa de trabajo hay un cárdigan viejo; a veces me pongo las gafas solo para hacerme el interesante y procuro compartir -alzando la voz, que es de todo menos atronadora-, ocurrencias con el resto de mis compañeros. Todo ello, consciente de que esforzándome para que me salga perfecto, no me da ni para el 2% de lo que Lera ha sido y es, de lo que le debo; pero todo con el empeño de quien le recuerda porque no quiere que se vaya. No del todo, no para siempre.

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