Segovia
Los últimos peldaños de La Escalera, el bar de los amigosSegovia
Los últimos peldaños de La Escalera, el bar de los amigosHay nombres de sentido común. Como La Escalera, al final de la Bajada de la Canaleja, que abrió en 1986 con la identidad de su propietario, José Olivar, su gusto por su trabajo: «Este bar está enfocado a mi carácter». Natural, extrovertido, fiel a unos ... principios que nunca traicionó para hacer más caja y un trabajador incansable que se ha tirado casi cuatro décadas 15 horas diarias de pie durante casi 300 días al año. Lo dejará el 30 de diciembre, días después de cumplir los 65 años. Y el premio a su labor es que tiene cinco ofertas sobre la mesa para quedarse con el negocio. Así que su creación está a buen recaudo.
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En La Escalera no hay reguetón ni nada que se le parezca, aunque hubo una época en que el local estuvo más «de moda» y José aceptó un concepto algo más comercial. Clásicos irrebatibles, chupitos de pacharán y tortilla de patata con un ingrediente extra: manzana. En la televisión está el partido de Alcaraz del día anterior, la prueba de que allí la gente va a otra cosa. Una barra está llena de grupos que no dejan de hablar, amistad en directo.
José terminó en Segovia porque su madre, de Fuentepelayo, conoció a su padre en San Sebastián en unas vacaciones. Así que este donostiarra se mudó a Santa María de Nieva en la adolescencia. Sus padres se hicieron entonces con dos bares en el pueblo, pero él quería ser militar y entró en la infantería marina. Pasó tres años entre Cartagena y San Fernando, pero un problema con un coronel le llevó a pedir la excedencia. De vuelta a casa, estudió un curso de veterinaria y se encargó de una granja de porcino. Una vida vacunando cerdos. «Lo hacíamos con pistola porque era más rápido». En ese momento llegó La Escalera: un amigo le propuso ir a Segovia a ver un bar. Y fueron.
«Una mierda pinchada en un palo, cucarachas por un tubo, todo destrozado». Dio igual, vio en lo que podía convertirse y pagaron 2,3 millones de pesetas por el traspaso, nada de alquiler. «Éramos jóvenes, teníamos los dos un trabajo fijo en caso de que no funcionara. Era la época de la rebeldía; tener un bar era lo más, todos los jóvenes querían uno». Y se acabó descansar. Trabajaba en la finca de 8 de la mañana a siete de la tarde y abría luego el bar hasta las tres de la madrugada. «Hasta que un día me quedé dormido y me salí de la carretera». Y los cerdos quedaron en el pasado. Adiós trabajo fijo. «Ahí me lancé, me gustaba».
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Poco después se quedó solo con el bar y asentó su estilo personal. «Siempre he dicho que tengo gente majísima». La metáfora del huevo y la gallina: los clientes se convirtieron en amigos, empezando por los camareros de Duque o José María que se pasaban cuando acababan de trabajar. «Yo trabajo con amigos, aquí hay ratos que no hay quien entre». Como él no puede alternar, se llevó la vida social al trabajo. Y en la barra hay fotos con esos clientes de toda la vida como El Botas: «La persona más buena que conozco».
Así es como un sitio que pilla a desmano se ha convertido en un club social. En parte, porque no dejó que nadie estropease el modelo. «Cuando algo no me gusta, lo corto. Gente que no sabe estar, desfasados. Aquí viene gente normal, del día a día, de a pie». A ellos les ponía en los 80 esas tapas de chorizo o canapés en fuente para que cada uno se sirviera, como en una sociedad. Mantiene ese concepto clásico: lomo o queso para acompañar las tortillas. «He procurado siempre tener precios razonables, no me gusta dispararlos como ocurre en otros sitios. Como lo llevo yo solo, puedo permitírmelo. Es verdad que siempre te pegas una paliza, pero lo más caro de un bar es el personal».
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Así que la clave para hacer rentable el bar de amigos es su trabajo. Ahora cierra lunes y martes y coge vacaciones tres semanas en agosto y cinco días en febrero. En total, abre 236 días al año. Pero lo de cerrar dos días a la semana es un añadido reciente; cuando abría uno, la factura se eleva a los 288. Así que es normal que, como dice, las piernas empiecen a sacarle las orejas, pues tiene los dos meniscos rotos. Ha tenido que cerrar en alguna ocasión puntual porque el dolor no era soportable y dejarse infiltrar por algunos clientes que además de amigos son médicos. Y que le dicen: «José, te tienes que operar». Su respuesta: «Vamos a esperar al 30 de diciembre y luego ya me opero lo que haga falta».
Ese será su último día como hostelero, de una vida laboral con 49 años cotizados. De una rutina que empieza a las 10:30 con la limpieza general, sigue a la 1 con la elaboración de pinchos –cuatro tortillas a diario, siete los fines de semana– para abrir el local a las seis de la tarde y cerrarlo a las tres de la madrugada entre semana y a las cuatro y media los viernes y sábados, dos días en los que se queda dos horas más para la limpieza y llenar las cámaras. Y aun así tiene tiempo para arreglar ordenadores a sus clientes. «Me han ofrecido muchas veces salir de la hostelería y he dicho que no. Me siento un privilegiado porque he trabajado 40 años en algo que me gusta».
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Una vida feliz porque tiene una mujer «encantadora», enfermera, que le conoció al otro lado de la barra y nunca ha discutido sus horarios. Y porque es un profesional, aunque rechaza el término, por mucho que alucine en esas raras ocasiones en las que alguien le lía para ir a una discoteca después del trabajo. «Aquí hay días que tienes a 30 personas fuera, esto hasta arriba y lo llevo yo solo; allí ves a cuatro o cinco chavales en la barra con un montón de gente esperando y están más pendientes de colocarse las tetas ellas y el pelo ellos. No son hosteleros». Lo dice alguien se retira de la hostelería antes de que la hostelería le retire a él.
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