Marta Valmaseda es, con 52 años, la benjamín de la Residencia Mixta de Segovia, un lugar en el que espera estar de paso. Recuperarse de un ictus para volver con su hijo de nueve años, al que antes visitaba en un punto de encuentro y ... que ahora vive con sus primos. «Yo me quiero ir a mi casa, pero cuando esté curada. Yo vivo el día a día y ya está, pero mi hijo me da muchas ganas de luchar, me da la vida». El mismo afecto recibe de sus mayores. «Me dan mucho cariño y me siento a gusto con ellos. Es un montón de gente dispuesta a darte una sonrisa».
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La residencia fue la mejor alternativa para alguien que necesitaba de demasiadas reformas en su vivienda de Villaverde de Íscar, una inversión que no puede costear. «Así que la trabajadora social me trajo aquí con todos los ancianitos». Fue la consecuencia de un ictus que sufrió hace cuatro años, un día en el que se encontraba mal por la mañana, se despertó de madrugada y se cayó al suelo. Fue su pareja quien llamó a la ambulancia, que vino desde Valladolid. «Tardó en llegar, pero me salvaron la vida». Aún no puede mover las extremidades del lado izquierdo.
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Ante la imposibilidad de recibir los cuidados que necesitaba –la movilidad en silla de ruedas o el control de su medicación– llegó hacia año y medio a la Residencia Mixta. Ahora camina con un bastón y tiene la silla para descansar. Las mañanas las dedica a ejercicios de fisioterapia en escaleras, rampa o paseos por el pasillo. «Mucha gimnasia», resume. No recibe demasiadas visitas, así que, como dice ella, hace su vida en la residencia, hablando con esos ancianos o los familiares que vienen a verles. Son sus «grupos de amigos» para las tardes, esos bingos de los jueves. Pasa las horas entre musicoterapia, sopa de letras y mandalas.
Pero su cabeza está puesta en su hijo. «Hablo con él una vez a la semana; cuando mis primos pueden, le acercan hasta aquí». No se ve toda la vida en una residencia, que ahora se costea con su pensión. «Justito, justito». Para ello tiene que ser válida por sí misma. «Que casi lo soy, ya me ducho sola y paseo sola. Son cosas a largo plazo; para que mi hijo esté conmigo, tengo que verme bien y tener capacidad para ocuparme de él».
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Hasta entonces, es Martita, la jovenzuela del lugar, que podría ser la hija de casi todos. Ella no puede partir el pan, pero sí sirve el agua, así que trabajan en equipo. Pequeños gestos. «Mantener una conversación como esta no la puedo tener con ellos, pero cada familia es un mundo y me cuentan sus historias, sus nietos…». Así que conviven junto a la televisión, la tradición de ver Pasapalabra. «Les vigilo para ver si están bien y si hay algún problema llamo por el timbre».
Tan distinguible es entre sus compañeros residentes como con el personal del centro. Con ellos bromea: «¿Qué es un orinal? Yo no lo sé». Otro la llama «embalsamada» para jugar con su apellido: Valmaseda. «Hace poco se murieron dos viejecitas y yo era amiga de sus hijas». Así que tiene un café pendiente con ellas; ahora lo toma en la máquina, pero aguarda con ilusión que la residencia concluya sus obras y llegue la nueva cafetería. «Va a ser la envidia de mucha gente».
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Pese al itinerario vital que le ha llevado a la residencia, Martita pone en valor la «humanidad» del centro, la cercanía, enterarse de lo que pasa en cada familia con el mismo cariño como si fuera la suya. ¿Qué echa de menos? «La libertad. No es una cárcel, pero no se puede salir. Es muy monótono, todos los días son iguales». Una sensación de soledad que se agudiza en invierno. «Pienso mucho, busco solución a mi vida y hago unas risas con el que pille».
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