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Pablo Zamarrón grabó en 1976, con 19 años, con un casete que su hermano había traído del Sáhara al volver de la mili su primera muestra de folclore de su pueblo, Arroyo de Cuéllar, con sus padres y sus tíos como intérpretes. Casi medio siglo después, es solo la primera pieza de su recopilación, un libro valioso porque lo que recoge está en peligro de extinción. En aquella época no había falta plasmar en un papel la tradición popular, el olvido no era un problema, pues se cantaba a diario. Pero esa transmisión se cortó en los 90: la televisión se encargaba de entretener a los niños, ya no hacían falta coplas. Y eso que no existían aún los móviles. Un trabajo, 'Música Popular y Tradición Oral en la comarca de El Carracillo', que presenta hoy a las 19:00 horas en la Real Academia de San Quirce, institución que dirige. «Muchas de las personas a las que entrevisté ya no viven, así que son documentos irrepetibles. Gente que ha guardado en su memoria cosas que escucharon. Pero ha habido una ruptura porque los abuelos actuales ya no lo transmitieron a sus hijos».
El trabajo de Zamarrón en defensa del folclore fue continuo porque sus vínculos con el pueblo no se perdieron: va a menudo a la casa familiar, en parte porque su hijo decidió hacer su vida allí y ahora tiene dos nietas. «Llevo haciéndolo toda la vida», resume. Habla de un pueblo «muy peculiar» por su juventud –con 317 habitantes, mantiene colegio cuando otros con más padrón no alcanzan el mínimo– y la Maratón Rock, un festival con 34 años de trayectoria que convive con la dulzaina y el tamboril: se mantiene la danza ante San Antonio y entrar en la iglesia bailando al paso de la entradilla. Zamarrón es la prueba de que rock y folclore son dos caras de la misma identidad. «Incluso yo he tocado con el grupo de mi sobrino un tema de AD/DC con la dulzaina. No está reñido. Muchos rockeros van a la procesión o tocan las campanas».
Su recopilación se remonta hasta las rondas de la segunda mitad del siglo XIX; en El Carracillo eran típicas las despedidas: cuartetas, como las jotas, pero solo se cantan los cuatro versos, con una tornada muy peculiar. «También se rondó con jotas, me han cantado muchas con guitarra». Se hacía las vísperas de fiesta, aunque en cuaresma no estaba permitido el baile público. «Los chicos salían por la noche y cantaban a las puertas y las ventanas de las mozas. Hasta San Pedro, porque en el verano empezaban los trabajos más fuertes y no había tiempo para rondar». Los romances son otro pilar del repertorio.
Este es solo el primer volumen de un trabajo prácticamente concluido que cuenta con otros dos. Incluye canciones infantiles, rondas, servicio militar, guerras, bodas –un capítulo breve–, los romances y las coplas de ciego, quizás las obras más llamativas. Se conservan en pliegos de cordel: los ciegos cantaban sus composiciones, las vendían y muchas pasaron a la tradición oral porque la gente se las aprendía de memoria. De alguna forma, aquellos ciegos eran los sensacionalistas del folclore. «Cantaban cosas un poco truculentas para herir la sensibilidad y que la gente las comprara». Muertes, casamientos forzados, infidelidades que desembocaban en venganzas. En El Carracillo perdura 'El crimen de la corredera', uno de los últimos romances de ciego, en 1935, que cuenta el asesinato a cuchilladas en el pinar de Sofía Miguel, la hija del molinero de Sanchonuño, un crimen real sin resolver.
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Mónica Rico
Hay algunas excepciones, pero el trabajo de campo es suyo. Muchos los recopiló con María Eugenia de Santos durante sus charlas y recitales por los pueblos. El primer obstáculo está en la propia persona que conoce la obra. «¡Si esto hace ya 40 años que no lo canto! Es es una bobada». Por eso la tarea es «convencerles de que lo que saben tiene mucho interés». La grabación tiene sus pormenores, pues en el proceso aparece una nueva estrofa o alguien hace ruido con las llaves. «Son imprescindibles los contactos, es el que te lleva a su tía porque sabe esto. No vale llegar a una señora y que te cante porque te va preguntar que tú quién eres. Les estoy muy agradecido». Han sido 210 informantes –gente que ha cantado una composición–, algunos en grupo, para un total de 423 obras recopiladas en una tarjeta USB. Además de Arroyo de Cuéllar, el libro recoge creaciones de otros 11 pueblos: Campo de Cuéllar, Chatún, Chañe, Fresneda de Cuéllar, San Martín y Mudrián, Narros de Cuéllar, Gomezserracín, Pinarejos, Samboal, Sanchonuño y Remondo.
Su madre y su tía le cantaron canciones de su bisabuela, del siglo XIX. En 1994 digitalizó 125 temas que había recopilado en casetes; su hijo completaría el proceso con el resto. Muchos que no escucharon esas rondas de niños se sorprendieron cuando vieron a sus padres cantarlas; otros respondieron bloqueando la transmisión. «La anticultura popular. Tú no hables con mi madre, no quiero que te cuente estas cosas, a saber qué vas a hacer luego con ellas». Han desaparecido las excusas para cantar, como escardar o arar. Y el folclore pierde así su funcionalidad social, amenizar la vida.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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