Secciones
Servicios
Destacamos
Anna Kulokhezian nunca creyó que Putin cumpliría su amenaza. Su vida era perfecta: un coche, un perro, dos hijas, una casa y muchos planes de futuro. Sus hijas –gemelas de seis años– iban a clases de arte y de natación. Ella disfrutaba del café con ... sus amigas, las delicias de la rutina que solo se aprecian cuando se evaporan. Las noches pasaban entre aviones que volaban muy bajo en Járkov; cuando un cohete destrozó el Ayuntamiento, a apenas un kilómetro de su casa. Tocó hacer las maletas y un viaje maratoniano que no le ha quitado la sonrisa.
Noticia Relacionada
Luis Javier González
Aquel 24 de febrero pasó entre llamadas de teléfono para que abandonara Járkov, pero no era el momento. «Todas las carreteras estaban colapsadas, todos tenían mucho estrés. Mi amiga se olvidó al gato, pensaba que volvería en tres días. En la guerra, una semana es un año». Un año metafórico aguantó en su casa, un lugar sin sótano para protegerse. El primer reto era abastecerse sin saber para cuánto tiempo. «No había harina, leche, frutas o verduras. Muchísimas colas en los supermercados, no podíamos sacar dinero de los cajeros». Su receta fue comprar dulces para combatir el estrés: magdalenas y bombones de chocolate contra las bombas. Compraban para dos semanas y guardaban la comida en una nevera improvisada a la puerta de casa, aprovechando la nieve y las bajas temperaturas.
Hasta que cayó aquel misil a unos metros del parque donde juegan sus hijas. No había más que hablar, así empezó su exilio. Lo primero que hizo fue cocinar todo lo posible para un viaje incierto. Y lento: los primeros 200 kilómetros consumieron 14 horas. Repostar era otro reto de enjundia en una ciudad sin suministro. El destino era Polonia, una aventura de cinco días sin hoteles disponibles. Se le ocurrió llamar a una amiga de la universidad que vive en Estados Unidos; su madre y su hermana les acogieron y se incorporaron al viaje para reunirse con aquella mujer que viajó desde el otro lado del Atlántico. Por el camino, los adultos dormían en el suelo y dejaban las preciadas camas a los niños.
Polonia supuso el fin de las bombas, pero no de las dudas. «No sabíamos qué iba pasar, si había ayuda en Europa». Polonia estaba hasta arriba, así que la primera opción fue Bulgaria, para reunirse con su hermana mayor en un viaje de tres días. Pero Sofía, la capital de un país fiel a Rusia hasta la médula, era un lugar hostil y se marchó a los cinco días. Siguiente destino: España, el destino del hermano de su marido. Una odisea de 3.300 kilómetros. Cinco noches de hotel que no les dejaron pagar. «Yo quería, pero cuando mostraba mi pasaporte, lloraban y no nos dejaban».
Alina Mishemko
Una vez en España, no perdió ni un segundo en empezar su siguiente misión, el idioma, una necesidad que convirtió en distracción. «Es un buen ejercicio para no pensar en la guerra». Los resultados son impresionantes.
Su madre se quedó en Ucrania y ahora vive en la casa de su hija, una de las pocas en pie. Habla con ella por teléfono todos los días, una mujer que ha sobrevivido durante meses de lo que cosechaba y que ha vuelto a las tiendas. No planea salir del país. Su marido, sin bagaje militar, tampoco se planteó entrar en el ejército. «Alistarse sin experiencia es ir a morir. Y yo quiero que mis hijas tengan padre». Llegó a Segovia en octubre, una ciudad pequeña para alguien que viene de una urbe de 1,5 millones de habitantes. Su misión es recuperar su profesión vocacional; su expresividad es prueba suficiente de que es una gran profesional.
Alina Mishemko no se olvidó a su gata. Si su felino llora cuando tiene que ir al veterinario, a cinco minutos de su casa, imaginen la odisea rumbo a España. «Demasiadas mudanzas para ella». Ese animal de dos años y medio lo es todo. Porque es la gata de su hijo, de 25 años, que se quedó en Ucrania y que espera de un momento a otro la llamada del ejército mientras vive con su abuela en el hostal como refugiados. «Tengo muchas ganas de verle en España, pero está en casa para defender a nuestro país».
No es la primera vez que Alina, de 46 años, deja su casa porque las tropas rusas toman la ciudad. Ya ocurrió en 2014, en la invasión de Crimea que tocó de lleno a Donestk. El órdago de Putin les pilló en Kramatorsk, a las 4:30 horas del 24 de febrero. «Me desperté con las explosiones. Mi casa estuvo durante tres semanas bajo los misiles. Yo estaba sola con la gata y mi hijo estaba con mi madre en otra ciudad, así que quedamos incomunicados». El 18 de marzo su casa amaneció «parcialmente destrozada», un eufemismo para explicar que salvó la vida por un suspiro. «Cogí a la gata, mis papeles y me fui corriendo hacia el primer tren». Así empezó un viaje de cinco días por Polonia, República Checa, Alemania, Francia y España.
Anna Kulokhezian
Así llegó a uno de los centros de acogida de Cruz Roja en Madrid una mujer rota. «Me dieron de comer, me calentaron y me proporcionaron ayuda psicológica». Fue alojada –siempre con su gata– en un albergue de Cercedilla. «Eran muy buenas condiciones para vivir con un animal. Estábamos muy bien alimentados». Pasó nueve meses bajo aquel techo, donde participó en cursos de español, talleres de empleo, hizo deporte y hasta bailó. Una nueva vida con un nuevo trabajo, porque esta contable que había trabajado para la administración ucraniana trabajó en un restaurante de Cercedilla como cocinera.
El contacto con los clientes sirvió como clases de español, pero la entrevista requiere de un traductor que interpreta a través del teléfono. Alina manifiesta su compromiso con aprender la cultura española, que ve muy similar a la ucraniana. «Segovia es una ciudad histórica muy bonita. Espero seguir aprendiendo español, terminar mis cursos de cocina y trabajar en un restaurante».
Pero su cabeza está puesta en su hijo, un tipo muy activo que entrena a niños y trabaja como cocinero. «Él no tiene miedo a nada, pero yo estoy muy preocupada. Mi madre podría estar conmigo, pero quiere quedarse con él». Su padre sigue en Kramatorsk. «No quiere salir de Ucrania, la gente mayor es así».
El agradecimiento de Alina es infinito, especialmente a los trabajadores de la ONG en Segovia. «Estuve en Alemania y Francia y me trataron mucho peor que en España. Cuando llegué, estaba sola en el piso y triste, y me han ayudado mucho, me han dado todo el apoyo psicológico que necesitaba».
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.