Gregoria y Juan conversan sobre sus vidas. Antonio Tanarro

La costurera andariega y el conductor de 100 años

Los centenarios de la residencia de El Sotillo relatan sus hábitos y cómo la Guerra Civil cambió sus vidas

luis javier gonzález

Segovia

Domingo, 7 de abril 2019, 13:46

Gregoria Sanz Torres es a sus 104 años un desafío a la física. Supone todo un reto seguir el ritmo de esta mujer en la residencia de Cáritas, en El Sotillo. Apenas necesita el bastón para poner la directa; se notan sus cuatro kilómetros ... diarios durante décadas. No perdona la misa; si no están las monjas, ya reza ella. Y con un gesto siempre educado empieza a hablar con una cadencia de catedrática. La chica que nació el 5 de febrero de 1915 tiene la fórmula para conservar su sonrisa más de 37.000 días después.

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Hija de labradores de Aguilafuente, se fue de pequeña a Veganzones con su tío, cura, para liberar de carga a su madre. En esa misma casa ha vivido hasta hace dos años. Lo primero que hacía cada día era ir a misa; después, dos kilómetros de ida y dos de vuelta hacia el río. «Hiciera o no frío, me ponía un mantón grande y me iba». La rutina innegociable es su fuente de juventud. Costurera reputada, se ganaba sus 1.000 pesetas al mes con piezas que vendía décadas atrás a Sección Femenina. «Tenía muy buena vista y había hecho mucho punto segoviano», presume. Incluso enseñaba sus trucos a las mujeres del pueblo.

Gregoria era imprescindible en Veganzones. «Las vecinas me querían mucho», recuerda. Por la noche iba a la casa de enfrente a pasar el rato. Nunca necesitó asistencia en casa, bien habilitada cuando se construyó para el cura del pueblo. Su paso de centenaria no lo seguían sus vecinas octogenarias. «Yo voy deprisa», resume. Sale a las calles de El Sotillo a por fruta o a visitar a sus sobrinos. «He tenido mis caprichos, pero nunca me he pasado de los cuartos que tenía». Se ganaba el jornal con mantelerías de dos metros y decenas de servilletas cada mes. «Me levantaba prontito y dale que te dale». Su vida pudo ser muy distinta si el enlace que tenía programado con Valentín se hubiese celebrado. Tenía 22 años ella y 24 él cuando su prometido cayó en julio de 1937 en Brunete. «Fueron los padres a por él para enterrarle y no se le dieron, se quedó en la fosa».

¿Qué ha hecho para llegar así de bien a la centena? «Yo nada, holgazanear», sonríe. Los buenos genes (su padre murió con 92 años habiendo nacido en el siglo XIX) han ayudado. Su dieta, corriente: el delicioso cocido de su hermana y una sopa de ajo por la noche con un pescado o huevo. Poca cantidad. «Siempre he sido muy delgadita, pero he vivido hasta ahora, mira». Y poco dulce; no ha catado el ponche segoviano pero sí comía los florones de Semana Santa.

A su lado, siempre dispuesto a intervenir, está Juan Esteban García. Nació en Marazoleja el 29 de agosto de 1918, ajeno a los últimos coletazos de la Primera Guerra Mundial. Fue el último de 13 hermanos y su infancia, como último de la hornada, fue «muy mal y muy bien». Le tocó aún imberbe la Guerra Civil, aunque apenas estuvo movilizado tres meses en el Alto del León. «Como tenía tantos hermanos, me liberaron y me mandaron a la Base Mixta». El conflicto interrumpió los planes de un brillante estudiante que iba a ingresar en la universidad para ser veterinario. Finalmente, ingresó de interino en el Instituto Nacional de Previsión.

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Fue destinado como responsable a Sepúlveda. Cayó entonces enfermo, estuvo más de un mes en la cama y nunca conoció el diagnóstico. De ahí salió un matrimonio: dada su condición, no debía estar solo. Así que fueron dos hermanos a pedir matrimonio a su prometida. Unos días después, fue a verle con la respuesta: «Si el médico dice que me case, yo me caso», dijo ella. Estuvo casado más de seis felices décadas hasta que su esposa falleció hace dos años de alzhéimer. Presume de sus hijos, desde el pequeño (57 años) y profesor de universidad, al mayor, ya jubilado y padre de tres hijos, a la chica, de 60 años, que también tiene otros dos hijos.

Juan puede presumir de ser un hombre hecho a sí mismo. «No sabes lo que es la responsabilidad de casarse teniendo desierta la casa de tu padre. El último hermano se queda sin nada». Además de su trabajo de funcionario, representaba marcas por las tardes. «Me agarraba donde fuera para sacar dinero. De la nada he conseguido comprar cinco pisos», presume Juan, que acumula entre sus muchos cargos la condición de representante de la tomatera Orlando. «Cogía la moto, me liaba la manta a la cabeza y a vender».

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A Juan le falla el oído, pero desayuna siempre leche con miel. ¿Qué hace en su día a día? «Dormir y mearme», sonríe este segoviano, que se muestra indignado porque le han quitado el carné de conducir hace dos semanas. De hecho, tiene aparcado su Opel en la puerta de la residencia. Conducía hasta hace nada; viajes tranquilos a su pueblo, sin miedo a pisar la ciudad. Y exhibe un currículo impoluto. «Yo iba muy despacito y nunca tuve accidentes. Y ahora me dicen que una persona de 100 años no puede tener carné. ¿Y qué? ¿Me cabe recurso?».

Junto a ellos está Librada Rubio, la más veterana, con 105 años (20 de julio de 1913). Su problema no es de lucidez, sino de oído. Las trabajadoras de la residencia cuidan con mimo cualquier detalle para evitar una mala corriente. Ella, de Ituero y Lama, sonríe en la foto con sus compañeros centenarios.

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