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La chica con autismo a la que despidieron cuatro veces en el primer mes de contratoPara alguien que intenta pautar cada interacción social con un guion —entro a la tienda, pido esto, me va a contestar esto, pago, salgo de la tienda— una entrevista es un contexto atroz. Sandra Álvarez, diagnosticada con autismo en junio, a los 25 años, acude sin embargo, a la incertidumbre que supone un periodista y su cuaderno en blanco. Cuenta su vida, el conflicto entre lo que debía ser y la imposibilidad de lograrlo. Una curiosa enamorada de la ciencia que sueña con trabajar en un laboratorio de genética y que ha tenido que conformarse con cuatro experiencias laborales frustradas en cuatr empresas diferentes. Ninguna extendió su periodo de prueba. La última experiencia, una noche al principio de la línea de una fábrica de tortillas, retrasando al resto porque el ruido era infernal, porque la encargada no paraba de gritarla, llegó a las siete de la mañana a su habitación: en posición fetal, con las manos en los oídos, pidiendo silencio a su madre: «¡Déjame!» Es una luchadora, pero estaba peleando contra sí misma y la derrota estaba asegurada. Ahora su circunstancia tiene etiqueta: autismo. Y esta batalla sí la puede ganar.
«Siempre me he sentido diferente, pero no sabía por qué. Pensaba que era algo que sentía yo, pero no era real». Esas barreras en la interacción social. «Veía que la gente hacía amigos con mucha facilidad y yo no sabía cómo actuar». Así se alejó de las rutinas de chicas de su edad como ir de compras o interesarse por chicos, por mucho que ella forzara, por «encajar». Conocía la palabra autismo, pero no lo vio en su espejo. «Estaba el estereotipo. El típico niño que no habla, está en su mundo, hace movimientos raros y está obsesionado con las matemáticas». Así que la única culpable era ella. «El problema estaba en mí, es lo que siempre me hicieron creer. Hay algo raro, no te estás esforzando, no estás consiguiendo lo que el resto».
Su vida académica funcionaba, pese al bullying. «Fue al empezar al instituto. El colegio era pequeñito y estaba segura. Nos cuestan los cambios, no sabía bien que hacer. En mi caso no era físico, era que te dejaban de lado, se reían a tus espaldas, o delante de ti. No solo los alumnos, los profesores también me veían diferente y para ellos era una molestia». Recreos comiéndose el bocadillo junto a la puerta, pensando en sus cosas. «Una chica sola… venían a molestar. Yo estaba feliz, tranquila, el problema era la gente». Se mantuvo a flote con un buen expediente y se fue a León a estudiar Biología. «Me gusta saber cómo funciona todo». Eso sí que fue un cambio.
Al principio, lo vio como una oportunidad. «Ahora que la gente no me conoce y no me tratan mal, podré hacer amigos. Lo intenté en la primera noche, pero al día siguiente ya me choqué con esa barrera. Se habían formado grupitos, me habían dejado de lado y no entendía qué había hecho mal. Con el tiempo fui conociendo a gente, pero igual, no pasaron de conocidos». Frente a la rigidez normativa de un instituto, se «perdía» en la libertad de la universidad. Y sufría la distancia con casa, tres horas de tren. «Tenía que ir todos los fines de semana; si no, me encontraba mal». Superó el primer año, pero llegó el 'burnout', una de sus variadas expresiones anglosajonas. Un colapso por el agotamiento de no encajar que afectó a sus notas. «Lo tuve que dejar». Encerrada en la habitación entre el ruido de una residencia, de sus fiestas.
Se reenganchó en Segovia con la formación profesional de laboratorio. A raíz del fiasco en la universidad, dio una segunda oportunidad al autismo y empezó a documentarse. «Chicas de mi edad, con diagnóstico tardío, que se sentían como yo, no habían encajado en ningún sitio». Lo compartió con su madre, escéptica al principio, pues tenía el mismo estereotipo del niño raro y las matemáticas. Hasta aquella mañana en la que volvió hecha pedazos de la fábrica, empezó a cuadrar todo y un mes y medio después tenía una valoración positiva de Autismo Segovia. Pero entre una cosa y la otra, Sandra siguió luchado contra sí misma, una chica tímida que desarrolló ansiedad social en el instituto por el 'bullying', así lo trataba su psicóloga.
Su primer trabajo fue en una conocida hamburguesería, un contexto hostil para alguien que no soporta las voces. «Sin experiencia laboral, es el único sitio en el que te cogen. Dije, adelante, voy a intentar superar la ansiedad social». Pero necesitaba que alguien le dijera que recogiera la mesa. Es una currante, pero su punto débil es la iniciativa, necesita órdenes específicas. «Me echaron a los cinco días. Yo hacía las cosas bien, pero lo típico, me vieron como una molestia». Y eso que sonreía a los clientes, un punto más de su guion. Porque era metódica, las entrevistas las pasaba. «Hacía 'masking'. Lo sentía como una actuación».
De ahí a una cadena de pizzerías: aguantó el mes de prueba en la cocina. «Peor todavía. Era muy pequeño, nos íbamos chocando, el ruido, los gritos de la gente, hacerlo todo rápido». Y atender las llamadas. «El teléfono, con mi ansiedad social, complicado... Yo aguanté, pero llegaba a casa agotadísima. Y aun así, al día siguiente, volvía. Y me daban ataques de ansiedad al ir. ¿Si todo el mundo puede trabajar, por qué yo no iba a poder? Me tendré que esforzar más». Por eso probó de cajera en un supermercado. «Tenía que pensar en poner una sonrisa, ofrecer bolsas, pero cobraba bien. Había un guion y yo lo seguía, pero cuando algo se salía de él, me bloqueaba y tenía que llamar al encargado. Yo sentía que lo estaba superando». Estuvo cuatro días. Su empleo más breve, una sola noche, fue el peor: aquella fábrica. El último 'burnout'.
Así que recibió el diagnóstico como un alivio. «Hay una explicación, no me lo estoy inventando, soy diferente, tengo mis limitaciones». Y se imagina una infancia feliz de haberlo tenido antes, sin sentirse culpable. «Cuando estaba en un centro comercial me molestaban el ruido y las luces, pero se camuflaba como la típica rabieta de niña pequeña. Y me estaba dando una crisis». O 'Meltdown'. Ahora sabe por qué se cansa más en un contexto así. Y aplica su mentalidad científica a las relaciones sociales: observa a los demás e imita. «Mostrar más claramente que estoy interesada en la otra persona, atreverme a empezar yo las conversaciones». Hay obstáculos como saludar con dos besos. «No me gusta el contacto físico». O estirar demasiado un encuentro fortuito. «Yo esas conversaciones vacías no sé hacerlas. Hola, adiós y ya está. A lo mejor otra persona espera que le pregunte por su vida».
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Es simple cuestión de herramientas, pues ella está llena de empatía. Quiere consolar, pero tiene que «estudiar» cómo se hace. Como tantas cosas, crea un guion. «Tengo que hacerlo de forma consciente, pero es genuino, quiero hacerlo, no estoy forzando». Trata de aplicar la regla de «mejor preguntar de más» antes que sobreentender. Y buscar soluciones a algo rompe el guion. «Si estoy en un día un poco así, me quedo en blanco. Hay veces que puedo intentar reconducirlo y crearme un guion sobre la marcha». Una visita a una farmacia en León —improvisada, necesitaba algo para la gripe— terminó en crisis de ansiedad.
Seguirá probando suerte en Segovia porque prefiere un contexto seguro a buscar ese soñado laboratorio de genética en Madrid. Cuida gatos de vez en cuando. «Con los animales me llevo muy bien». Se ha centrado en escribir: prepara una novela y ha ganado concursos de microrrelatos. Y se imagina en unos años, quizás, con un trabajo, independiente. «A lo mejor, tener mi propia casa, sin tratamiento de depresión, sin ansiedad social y tener una carrera de escritora, aunque no gane mucho dinero». Habla español, inglés, japonés y un poco de francés. Y de luchar sabe un rato. ¿Por qué no contratarla?
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Francisco González
Cristina Cándido y Álex Sánchez
Rocío Mendoza | Madrid y Lidia Carvajal
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