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Edwin, con 21 intensos años a sus espaldas, define su infancia en Barranquilla «como si llevara cuernos». Siempre en el centro de la diana, bien por sus gestos amanerados o por su historia, la de un padre narcotraficante, alcohólico, siempre con armas encima, que le ... sacó del colegio y le encerró más de tres años en casa para tapar la vergüenza de que su único hijo fuera gay.
En su muñeca tiene una cicatriz de 40 puntos de sutura que le hizo con el machete el día que fue a matarle, un 24 de diciembre, mientras preparaba la Nochebuena con su abuela. Pero aquel adolescente que se desangraba logró huir antes de desmayarse a las puertas de un centro de salud. Incluso con el alivio de haber puesto el Atlántico de por medio, sentado en una mañana soleada en la azotea de la sede de Cruz Roja en Segovia, su instinto sigue alerta. Una parte de él esperará siempre que su padre, el gran amor no correspondido de su vida, vuelva para terminar el trabajo.
Sin dilemas internos, Edwin aceptó siempre su homosexualidad y empezó a salir con un chico en la adolescencia. Hasta que su padre se enteró. «Estaba tan preocupado por él que le dije que se olvidara de mí, que no se acercara nunca por mi casa, que no se lo dijera a su familia».
Empezó el cautiverio y terminó su escolarización. Trataba de mantenerse activo escribiendo en un cuaderno y haciendo cuentas, pero era la vida de un preso. «Intentaba pasarme todo el día acostado y no salir de la habitación para no verle. Cuando me cruzaba con él me pegaba y me insultaba». Marica era lo más ligero que oía; recordar otras lindezas le revuelve el alma.
«El dolor físico se cura, pero el mental es más difícil». Hubo concesiones como salir a la compra, a por sal, como la media hora de patio de la cárcel. Y su madre, atemorizada y callada. Algo que le cuesta perdonar. «Por un hijo haces cualquier cosa, ¿no?», se preguntó.
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Luis Javier González
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Ella fue quien le dio la llave de la libertad: su teléfono móvil. Se lo prestaba a escondidas para que estudiara, pero él empezó a diseñar su salida. Tenía un objetivo, su abuela —la madre de su padre, con quien había roto relaciones— y fue apuntando día a día detalles para llegar a su casa. También le pasaba dinero por debajo de la puerta y él lo fue ahorrando. Aprovechó un día en el que no había nadie en casa y huyó con 40.000 pesos colombianos, lo justo para pagar un transporte en moto y otro en barca que cruzase un río para cubrir una distancia que compara con la que hay Segovia y Cuéllar, pero aquello fue tortuoso. Cuando llamó a la puerta, abuela y nieto lloraron. Y así siguieron durante cinco horas.
Llantos de alivio y de pena. «Yo quería a mi padre y me estaba alejando de él. De alguna manera le entendía, tener solo un hijo y que te salga así... Era físicamente igual que yo, siempre quise salir con él a patear la pelota, a comer un helado, ser padre e hijo». Trató de recuperar más de tres años de enseñanza en una escuela nocturna.
Su abuela también le quitó aquellos cuernos que el sentía sobre la cabeza. «Me enseñó a hablar, a no hacer gestos. Me decía: 'Si eres lo que tú eres, te vas a sentir mal'. Y me lo dijo con amor». Hasta le consiguió trabajo en una peluquería.
Pero el pasado volvió el 24 de diciembre de 2022. Edwin, en el porche de aquella casa, escuchaba gritar a su padre ebrio, con pistola y machete. «Cuando le veo, se me vienen todos los recuerdos, me quedo paralizado». Su padre le golpeaba con el mango del machete. Pensaba que no recurriría al filo, pero ocurrió. «Un boquete grande, se veía el hueso». También recibió otra puñalada en la espalda, otros ocho puntos de sutura. Ahí sí reaccionó, le empujó como pudo y empezó a correr. «Sentía que me iba a desmayar».
Cuando despertó en el centro de salud, habían pasado dos días, con una compleja intervención en el brazo y mucha sangre perdida. Con la torpeza de un enfermo anestesiado que ha perdido la noción del tiempo, se puso en pie y fue a casa de su abuela, temiendo por su vida, pero estaba ilesa. Nuevo reencuentro lleno de lágrimas: «Ella pensaba que me había matado y me había tirado al río». Aquel día fue imposible de olvidar, había que huir. «Podía volver en cualquier momento. Y sería más grave». Con los ahorros de su empleo en la peluquería y los de su abuela, compró un billete a España el pasado 30 de octubre.
Cuando aterrizó, era un manojo de nervios. Se puso en la cola de inmigración y pensó como coartada que iba a visitar el estadio del Real Madrid. Pero el policía hizo preguntas. Primero, el resultado del reciente 'clásico' ante el Barcelona: no lo sabía, dijo que empate. «¿Seguro?» Reconoció que no lo había visto entero. Después le preguntó por cuatro jugadores. «No conocía a ninguno así que hablé de los de antes, Ronaldo, Zidane…». Aquel agente le sonrió y puso fin al suspense: «Adelante, bienvenido».
Su plan partía de un hotel en la capital del país para buscar trabajo. «Siempre gasto lo esencial, no despilfarro». Tenía Segovia en su itinerario por su belleza, así que se plantó un día en autobús y conoció a un chico que le invitó a volver. Lo hizo y celebró Halloween en una discoteca. Allí conoció a una pareja gay de unos cincuenta años. «Como dicen aquí, muy maja».
Siempre reservado, terminó llorando con ellos y les contó «un poquito» de su drama. Le invitaron a quedarse en su casa, así que regresó a Madrid a por sus cosas y renunció a los días pagados de hotel. «Muy buenas personas. Nadie le abre la puerta a un desconocido; y menos a un colombiano», remarcó. Ayudó en casa cocinando, limpiando o recogiendo leña.
Entró en el sistema de acogida porque quería su propia comida. Tuvo que ir a Jaén para la entrevista policial, pero continuó su vida en Segovia, donde ahora comparte un piso de Cruz Roja con otros seis solicitantes de asilo y acude a sesiones de terapia, la clave para deshacer el nudo gordiano de su vida.
«He tenido altos y bajos porque de repente comienzo a recordar todo lo que me ha pasado». Lo mucho que echa de menos a su abuela, su confidente. «Me dice que no me preocupe, que mientras yo esté bien, ella está bien». Nordis, una persona a la que define como hogar, se salvó. Y ahora está sola en Barranquilla, a unos pocos kilómetros de un hijo colérico. Él, con la boca pequeña, se considera a salvo. «¡No creo que cruce el océano!».
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